‘Samuel’, relato accésit de la III edición de ‘Te lo cuento en el aire’

‘Samuel’, relato accésit de la III edición de ‘Te lo cuento en el aire’
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Te invitamos a leer el relato accésit del III Concurso de Relato Breve ‘Te lo cuento en el aire’: Samuel de Guillermo Leguey Vitoriano. Una historia que narra una situación a la que casi todas las tripulaciones de los aviones se han tenido que enfrentar más de una vez: el miedo a volar de uno de los pasajeros.

 

  • En el número 8 de ENARTE puedes encontrar el texto ganador del concurso, Diario de Raymond de Laroche de Agustín García Aguado.
  • Y en este enlace  puedes leer el relato finalista, The final countdown de José Manuel García Durán.

 

Samuel, de Guillermo Leguey Vitoriano

En algún lugar de la terminal T4 Madrid Barajas lloraba desconsolada una niñita de bucles dorados junto a su madre que, desesperada, hacía cuanto era posible para frenar el llanto y convencerla. Pero la criatura, que apenas alcanzaba siete primaveras, compensaba su juventud con su testarudez y lo tenía clarísimo: ella no iba a levantar los pies ni un palmo del suelo.

Que había dicho que no, y que no iba a ser. Que no es natural que esos armazones de metal vuelen tan alto sin caerse.

La pobre madre miró a su alrededor constatando que no quedaba nadie en la puerta de embarque, más que la tripulación mirándolas de reojo. El tiempo apremiaba.

—¡Vaya qué tenemos aquí! Parece que alguien tiene miedo a volar.

Ante la interpelación de aquella voz desconocida, la chiquilla descubrió su rostro oculto entre las manos y, sin dejar de llorar, comprobó que se había acercado un imponente caballero vestido de uniforme azul marino con ribetes dorados.

El recién llegado se quitó el gorro, descubriendo su tez morena y su cabello grisáceo. Se sentó a su lado y le mantuvo una amable sonrisa. Ella supo al instante el fin con el que aquel desconocido se había acercado y no pensaba ceder ni un ápice, de modo que se limitó a asentir con la cabeza entre sollozos.

El comandante, satisfecho con la respuesta, exigua, sí, pero respuesta al fin y al cabo, prosiguió con la conversación:

—Pues no hay duda de que éste es tu día de suerte. —La chiquilla, que no podía imaginarse un día peor que éste, puso cara de incredulidad. —Y es que hoy, en este vuelo con destino a La Habana, vuela la sobrecargo Dolores alaquenolehacejusticiaelnombre. Bien podía haberte tocado la sobrecargo Remedios, o la sobrecargo Esperanza, que, si bien son grandes profesionales, aquí entre tú y yo, en nada pueden compararse con la sobrecargo Dolores.

El comandante hizo una pausa y observó que la joven niña había parado de llorar y le escuchaba ahora intrigada.

“Habrás oído alguna vez quién es la sobrecargo Dolores, a la que no le hace justicia el nombre, ¿verdad?” Ante su gesto negativo, el comandante exclamó que eso no podía ser, que si había de volar con la sobrecargo Dolores alaquenolehacejusticiaelnombre, había de saber primero quién era.

«Hace ya muchos años se corrió la voz de su fama y los vuelos que ella regentaba se agotaban en cuanto salían a la venta. Los clientes compraban sus viajes asegurándose que fuese ella, y no ningún otro, el sobrecargo de a bordo. Solía decirse que no había mayor dicha en vuelo que ir con la sobrecargo Dolores, de ahí que se ganase el sobrenombre de “la sobrecargo Dolores, a la que no le hace justicia el nombre”.

Y es que aquellos que viajan con la sobrecargo Dolores alaquenolehacejusticiaelnombre saben que al aterrizar serán más felices de lo que lo eran al despegar. Matrimonios hastiados de años de convivencia llegan más enamorados que nunca, chicos y chicas solteras encuentran el amor en pleno vuelo, los desempleados encuentran trabajo y quieneslloran por haber perdido a alguien aprenden a superar el luto. Podría seguir y seguir, y estaría toda la mañana enumerándote el sinfín de situaciones en las que tuvo lugar la magia de la sobrecargo Dolores.»

La chiquilla de rizos dorados frunció el ceño. Si bien algo le picaba la curiosidad por saber más de esa mágica sobrecargo, no estaba del todo convencida. El comandante cazó al momento ese atisbo de duda y continuó su discurso de prolijos halagos a la sobrecargo.

Barajas_Airport_Madrid_t4

«Dolores no es una sobrecargo cualquiera. Y eso se debe a que nació con una habilidad especial, un don mágico que sólo ella tiene: saber lo que todos y cada uno de sus pasajeros necesita en cada momento y ser capaz de proporcionárselo en el preciso instante en que lo necesita, incluso antes de que ellos mismos sepan lo que quieren. Con una amable sonrisa recibe a los pasajeros, uno por uno, a la entrada del avión. Y si alguna vez volaste con ella, aunque fuese años antes, te reconocerá de inmediato: sabrá quién eres, con quién y a dónde volabas y buena parte de tu vida que probablemente ni recordases haberle contado.

Y ella, atenta y prudente, te preguntará qué tal te ha ido desde entonces si en el brillo de tus ojos ve que las cosas han marchado bien, si encontraste el trabajo que querías, si solucionaste el dolor de muelas, si finalmente te declaraste a tu pareja. Si, por el contrario, nota que algo no ha ido como debía, lo detecta al instante y te insuflará los ánimos que necesitas
para recomponerte.

Si hay algo de lo que la sobrecargo Dolores se jacta, es de no olvidarse nunca de ninguno de sus pasajeros, como si de sus propios hijos se tratase, a los que debe cuidar y mimar durante el vuelo.

Inmediatamente sabe lo que cada persona necesita, en cuanto la ve cruzar el portón de la aeronave:

¿Un bebé a punto de llorar? Ella tiene listo un chupete y un sonajero.

¿Una persona que echa de menos a sus familiares? Ella le tiene preparado un bolígrafo y un puñado de postales para escribirles.

¿Un infarto en pleno vuelo? Ella ya ha localizado a un médico que reanime al pasajero inconsciente.»

—¿Y qué hace si alguien tiene miedo a volar? – interrumpió la chiquilla, nerviosa por saber cómo podría ayudarle a ella.

—Se sienta junto a ese alguien, le estrecha la mano con fuerza y le cuenta fantásticas historias de sus vuelos. Esa persona cae rendida ante el efecto hipnótico de la sobrecargo y, antes de darse cuenta, habrá llegado a su destino. A partir de ese momento, le bastará con imaginarse a la sobrecargo Dolores a su lado para superar su miedo a volar.

La joven chiquilla dudó. Miró la solitaria puerta de embarque. Miró a su madre, que escuchaba tan atenta como ella la historia que el caballero de uniforme les contaba.

—¿Qué es lo más sorprendente que le ha sucedido a la sobrecargo Dolores?

El comandante sonrió complacido por la pregunta, siendo a la vez consciente de que la chiquilla hacía cuanto podía por retrasar el fatídico momento de embarcar al avión.

—No sé si la más sorprendente, pero te contaré la historia del vuelo que le cambió la vida.

«Sucedió hace treinta y siete años y siete días. Ni uno más, ni uno menos. Aquel día embarcaba la sobrecargo Dolores, alaquenolehacejusticiaelnombre, en un vuelo similar a éste, rumbo a La Habana. El tiempo era bueno, el piloto era el comandante Romero, un viejo amigo de la sobrecargo, y era un trayecto que hacían con frecuencia.

Todo comenzó con total normalidad. Desde la puerta de embarque, la sobrecargo echó un primer vistazo a los pasajeros, costumbre que tenía para ir disponiendo de cuanto iban a necesitar en vuelo. Cuando llegó la hora, la tripulación realizó el control de acceso y ella, como siempre hacía, esperaba tras el portón del avión con una cálida bienvenida a bordo.

Rápidamente reconoció rostros familiares. Volaba aquel día el doctor Fulgencio, que con frecuencia acudía a Cuba a diversos congresos de medicina. Doña Teresa con su hijo de apenas nueve años y aspecto pálido. Un musculoso caballero de anchas espaldas que intentaba disimular el pánico que le tenía al avión. Caras conocidas unas, desconocidas otras, en las que la sobrecargo se iba fijando una por una.

Entre todas las personas del pasaje, una captó la atención de la sobrecargo: una joven de aspecto mulato que, con cabeza y mirada gacha, entró al avión y se dirigió a su asiento sin decir palabra. Apenas había respondido a su saludo con un leve gesto y su extrema delgadez contrastaba con su vientre abultado, malamente oculto en un viejo vestido azabache de premamá. Tuvo la sobrecargo algún tipo de intuición con respecto a esta mujer, que no supo reconocer en aquel momento.

El vuelo despegó sin contratiempos, como es habitual, y la sobrecargo Dolores alaquenolehacejusticiaelnombre se afanó en las tareas que le eran propias. Revistas de medicinas para el doctor Fulgencio. Chocolates para el hijo de doña Teresa. Distraer y tranquilizar el miedo de aquel. Un poco de esto para éste. Que si aquello para el otro.

Se fundió, en definitiva, con el pasaje, personas que compartían con ella sus preocupaciones, sus miedos, sus anhelos y sus sueños. Y todo ello, sin quitarle el ojo a la joven mulata, que permanecía inerte y cabizbaja en su asiento. Apenas había comido y se mostraba casi inexpresiva en sus gentiles respuestas a la tripulación.

Debían de llevar ya más de la mitad del vuelo, cuando llegó el momento incierto que la sobrecargo Dolores intuía. Ella se encontraba en cabina hablando con el comandante Romero, la mayoría de los pasajeros dormían plácidamente, era de noche y el silencio reinaba en el interior del avión. Súbitamente, un grito desgarrador cortó el silencio de la aeronave. Tuvo la sobrecargo un instante de brillante lucidez y supo al momento qué sucedía.

Se dirigió al asiento del doctor Fulgencio, que roncaba como un bendito, y le despertó rápidamente. El doctor Fulgencio se sobrepuso al brusco despertar y siguió rápidamente a su asaltante por el pasillo del avión. En seguida, la sobrecargo confirmó sus sospechas.

Sentada en su asiento, la joven de aspecto mulato gritaba a la par que apretaba los dientes con firmeza y se sujetaba el vientre con ambas manos. Su vestido azabache estaba empapado, al igual que la tapicería del asiento y el suelo. Había roto aguas.

Rápidamente, la sobrecargo Dolores organizó a tripulación y pasajeros. Trasladaron a la parturienta al compartimento delantero del fuselaje, la recostaron en el suelo y la dejaron a merced de los cuidados del doctor Fulgencio.

El comandante declaró inmediatamente el vuelo en estado de emergencia médica a petición de la sobrecargo. No obstante, se encontraban sobrevolando el océano y no había aeropuerto cercano. No había más opción que continuar hasta La Habana y pese a que el comandante Romero aceleró significativamente la aeronave, aún les quedaban más de dos horas para llegar al destino.

La sobrecargo Dolores se reprochaba a sí misma una y otra vez cómo no lo había visto venir. Ella, que se jactaba de cuidar a sus pasajeros como si de sus propios hijos se tratase y que siempre sabía lo que cada cual iba a necesitar, no había previsto que habría de atender un parto en pleno vuelo.

El doctor Fulgencio se desvivía en esfuerzos por atender a la joven y de vez en cuando resoplaba y meneaba la cabeza negativamente. Los gritos de la parturienta desgarraban los oídos de todos los pasajeros. Varios niños pequeños comenzaron a llorar asustados y la sobrecargo hubo de acudir a tranquilizarles.

Al poco rato, los gritos cesaron. El silencio absoluto se apoderó del interior de la aeronave como la calma precede a la tempestad. La sobrecargo se temió lo peor y se dirigió rauda a la parte delantera del fuselaje, donde encontró al doctor Fulgencio empapado en sangre y sudor.

—Ha sufrido un desgarro y está sangrando mucho. La hemorragia es profunda y no dispongo de medios para contenerla— indicó el doctor.

La sobrecargo se sentó junto a la joven, pálida y con la mirada perdida, y le apretó fuertemente la mano insuflándole ánimos. El neonato ya asomaba la cabeza, solo hacía falta un poco más. Un último esfuerzo. Sólo un poco más. La joven le devolvió el apretón y volvió a gritar una vez más.

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Suelo y paredes se tiñeron de rojo. Unos segundos de silencio. Y al poco, se escuchó el llanto de un bebé. El doctor cortó el cordón umbilical y la sobrecargo Dolores cogió al recién nacido en brazos. Entre lágrimas, le mostró a la joven el milagro que acababa de salir de su vientre. La joven sonrió y en un último suspiro susurró “Samuel…”»

La niña de rizos dorados pudo comprobar que el comandante tenía los ojos vidriosos mientras relataba la historia. Éste, sonrió para ocultar su tristeza al revivir este momento, y pensó en la mejor manera de contar el triste desenlace a una niña pequeña.

«El avión finalmente aterrizó en La Habana. Rápidamente, los servicios de emergencia acudieron a asistir a la joven desmayada, que fue trasladada a un hospital y provista de servicios médicos. No obstante, pasó lo que nadie quiere que pase, pero a veces pasa, y nada pudo hacerse por ella.

Mientras tanto, la sobrecargo Dolores alaquenolehacejusticiaelnombre, no se despegó del pequeño Samuel. Ella, que presumía de tratar a sus pasajeros como a sus propios hijos, hizo lo propio con el recién nacido. Era en aquel momento el pasajero más necesitado de su atención y cuidados. Sentía que se lo debía, pues nada pudo hacer para salvar a su madre.

Canceló su vuelo de regreso y se quedó en La Habana, dispuesta a localizar a la familia del pequeño Samuel. Pero fue una ardua tarea, más de lo esperado. Después de varias semanas y de acudir a todas las comisarías, hospitales, parroquias y autoridades locales de La Habana, llegó a la conclusión de que el pequeño Samuel no tenía otra familia.»

La niña tenía ahora los ojos abiertos de par en par ante semejante desenlace. El comandante permaneció en silencio dando por concluida su historia.

—¿Qué pasó con el pequeño Samuel?

—Eso será mejor que se lo preguntes directamente a ella.

El comandante señaló al avión que esperaba tras la puerta de embarque y, acto seguido, se levantó y se perdió tras ella.

La joven niña quería saber qué había pasado con el bebé Samuel. Cogió a su madre de la mano y se adentraron por la puerta de embarque hasta la pasarela del avión.

Con mucho cuidado, puso un pie primero y luego el otro dentro de la aeronave. No disimuló su decepción al ser recibida por un joven que, sin duda alguna, no era la sobrecargo Dolores.

Se sentó en su asiento, esperando impaciente a que ésta hiciese su aparición. Finalmente, se dirigió a una de las chicas de la tripulación:

—¿Es usted la sobrecargo Dolores?

—Mucho me temo que la sobrecargo Dolores, a la que no le hacía justicia el nombre, nos dejó hace años. Pero su hijo...— no pudo continuar su respuesta, pues una voz metálica y reverberante le interrumpió.

“Buenos días a todos. En nombre del comandante Samuel y de toda la tripulación, les deseamos un feliz vuelo.”

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