REVISTA ENARTE #6, Cultura aeronáutica
OVO

OVO



Por Guillermo Cubillo Blasco

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Una voz indiferente anuncia maquinalmente la salida del vuelo por la puerta F17 y, como empujados por una corriente eléctrica aleatoria y envejecida, de tanto repetirse, los pasajeros comienzan a levantarse de sus asientos y se deslizan entre el ruido ajetreado hasta la cola que lleva hacia su vuelo.

El hombre con el traje gris, algo arrugado en la parte posterior de las rodillas, avanza con paso cansado por el tubo plateado, como un gigantesco esofago robótico que lo engulle, siguiendo a una pareja con un carrito de niño, demasiado ruidosos para su gusto, que discuten sobre algo que no consigue entender.

El hombre con el traje gris lleva en la mano un periódico, y en la otra un maletín de cuero marrón, de esos que parecen un acordeón, con un cierre metálico dorado y muchos años de papeles y aeropuertos en sus fuelles.

Al llegar al avión responde un buenos días susurrado apenas a la azafata de la puerta, y se abre paso entre pasajeros felices y sobrecargados, pensando vagamente en grandes zumos de naranja, vacaciones de verano, y paellas humeantes de domingo.

Al llegar a su asiento -pasillo, a la mitad del avión, ni muy adelante ni muy atrás- evita saludar ni mirar a los lados, pone el maletín bajo sus pies, abre sólo un poquito el periódico, sillón vertical, cinturón abrochado, y hace que lee, sección de economía, vaivenes importantes de las bolsas mundiales, crisis en el acero, hasta que el avión empieza a moverse con un soplido largo; y en las hojas del diario aparecen arrugas verticales que salen de sus dedos.

Cada vez le da más miedo volar. Es un miedo infantil, absurdo; el avión es el medio de transporte más seguro, dicen. A Antonia, su mujer, le encantaba volar. Claro que sólo había volado dos veces. Una en su luna de miel, a Mallorca, qué guapa estaba y qué nerviosa mirándolo todo por la ventanilla, y otra ya enferma, la pobre, a Pamplona, que allí había médicos muy buenos. Él, sin embargo, viaja casi todas las semanas y, a fuerza de experiencia, cada vez le da más miedo volar; qué tontería.

En casa hablaba con Antonia como si todavía estuviera allí, en voz alta. Muy suave, para que no pudieran oírle los vecinos, dirían que se había vuelto loco

Desde que estaba solo lo enviaban cada vez más de viaje en la oficina. Así se libraban compañeros más jóvenes, gente con hijos, con cosas que hacer… Total, a él le daba igual estar aquí que allá. Salvo ese mordisco ácido en las tripas al despegar, su rutina de hotel de tercera, -yogur para cenar, lavar la ropa interior en el lavabo, ratito de televisión antes de dormir-, no difería mucho de su vida en casa. Bueno, algo si cambiaba. En casa hablaba con Antonia como si todavía estuviera allí, en voz alta. Muy suave, para que no pudieran oírle los vecinos, dirían que se había vuelto loco. Incluso una vez estuvo a punto de ponerle un yogur en la mesa, para la cena, pero al final le dio vergüenza.

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Sres. Pasajeros, aterrizaremos en cinco minutos. Por favor vigilen que su cinturón esté abrochado y su respaldo en posición vertical. Esperamos que hayan tenido un vuelo agradable y verlos de nuevo con nosotros.

El hombre del traje gris, algo arrugado en la parte posterior de las rodillas y en el faldón de la chaqueta, avanza de nuevo por el tubo plateado, siguiendo esta vez a una joven y a su madre -piensa- que caminan quejándose de lo pegados que están los asientos, y la falta de comida y es que “como ganado, hija” – acierta-“como ganado”.

La sala de recogida de equipajes es una enorme colmena de caos ordenado, y el ruido de cintas, avisos, carritos, y niño no corras, lo aturde por un momento y lo hace sentirse más cansado y silencioso.

Se abre paso, perdón disculpe, entre dos carros vacíos y se pega a la cinta transportadora; como siempre levemente intranquilo por el inquietante pensamiento de que alguien, un astuto ratero de aeropuerto, o quizás otro pasajero, por error, pueda llevarse su maleta, una de esas anodinas maletas negras, pequeñas, con ruedas, y un asa extensible.

Es irracional, lo sabe, pero el solo pensamiento de un extraño hurgando en sus cosas, su ropa interior, el retrato de Antonia que lleva siempre, hace que le suden las manos. Y no puede evitar vigilar, con los ojos entrecerrados, al resto de pasajeros mientras recuperan su equipaje. Sin embargo, esta vez su maleta sale muy pronto. Ya va dando vueltas, solitaria, en la cinta transportadora cuando llega a ella. No hay peligro, y encima saldrá mucho antes de lo esperado. Con suerte, tomará el autobús de las y media y podrá llegar al hotel todavía de día, con tiempo incluso para tender la ropa en el balcón y salir a dar un paseo antes de cenar.

Es irracional, lo sabe, pero el solo pensamiento de un extraño hurgando en sus cosas, su ropa interior, el retrato de Antonia que lleva siempre, hace que le suden las manos

Las y media la marca su último paso y el chasquido de la puerta del autobús, que arranca acallando los gritos de dos hombres de negro que corren hacia la parada agitando los brazos, y adormeciendo al hombre del traje gris, algo arrugado, que no puede dormir en los aviones, y ahora se deja mecer por el traqueteo interurbano y terrestre, contando las paradas en su duermevela.

El décimo silbido hidráulico de las puertas lo saca del sueño y a la calle. Esquina de barrio trasero, que lo tuerce a una avenida ancha, de ciudad crecida de obrero, donde las juntas de sus aceras zarandean la maleta que arrastra.

Hotel Pensión 2*, zumba el cartel luminoso de la entrada, como la bienvenida de una mosca gigante. En la recepción ya lo conocen, cliente fijo, amable, reservado, sin problemas, y le dan la llave, buenas tardes señor, que recoge con una sonrisa de ojos tristes y un buenas tardes, Serafin, aquí me tiene, de vuelta. En la televisión de la entrada, siempre encendida, hablan de actrices ricas y bellas y líos de amores.

—¿Viene del aeropuerto?, pues de poco se ha librado, han cerrado todos los accesos, el atasco es descomunal —y en el especial informativos una señorita detalla colas kilométricas y aconseja no coger el coche esta noche.

Su cuarto, el de siempre, tiene un pequeño balcón a la calle ancha. Él la prefiere a las de la parte trasera, más tranquilas, porque aquí puede ver un trozo de la ciudad. Antenas, tejados, ropa tendida en las azoteas. Y le gusta mirar desde el borde de la cama e imaginarse los niños corriendo y jugando en todas aquellas casas calientes y vivas, las luces encendidas, el olor a comida… Cuántas Antonias cantando canciones de radio y planchando la ropa.

El hombre del traje gris se quita la chaqueta arrugada, que cada vez le queda más grande, ha adelgazado mucho desde que murió Antonia, y la cuelga con calma en la única percha que tiene el armario. Se lava las manos con un jabón diminuto que usa con el discreto placer del estreno, y se dirige a su maleta, cuidadosamente colocada a los pies de la cama, para vaciarla. Ceremonia de hotel.

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Una leve diferencia en el sonido de la cremallera le eriza todo el pelo del cuerpo y, por primera vez, aterrorizado, examina de verdad su maleta. El color del hilo en los remates, la pequeña etiqueta de cuero, el bolsillo exterior. Todo es diferente. Hasta el tamaño es ligeramente distinto. ¿Cómo ha podido equivocarse? La imagen de su maleta olvidada, en el aeropuerto le oprime el esternón hasta impedirle respirar. Se le nubla la vista. ¿Qué puede hacer? Un pensamiento rechina en su cerebro embotado por el pánico. Si él tiene la maleta de un extraño, ese extraño tiene que tener su maleta. -Dios, espero que no toque nada-. Tiene que encontrarlo, dar con él.

La imagen de su maleta olvidada, en el aeropuerto le oprime el esternón hasta impedirle respirar

Con las manos empapadas en el mismo sudor frío que gotea por su espalda y un horrible sentimiento de profanación, de invasión, de delito, descorre del todo la cremallera, que suena extrañamente diferente a la suya, y abre la tapa de la maleta.

Lo que ve le deja totalmente paralizado, como un golpe, como una explosión. La maleta no tiene ropa, ni enseres personales, ni revistas, ni género comercial. La maleta que tiene delante está llena de una especie de paja espumosa, y entre la espuma sobresalen… huevos. Diez huevos, blancos, el doble de grandes que los huevos de gallina. Por todos lados, pegadas a los huevos, hay pequeñas bolsas azules, recostadas, que parecen las de agua caliente que Antonia usaba para calentarle las sábanas. Las bolsas, las toca, están tibias, casi frías y ¡maravilla! uno de los huevos se ha movido, ligeramente. ¡No, dos!

Lo que ve le deja totalmente paralizado, como un golpe, como una explosión. La maleta no tiene ropa, ni enseres personales, ni revistas, ni género comercial

Germán, Don Germán, su traje gris en el armario, saca con cuidado las bolsas de agua y muy despacio, delicadamente, con un susurro de palabras amables, coloca los huevos en el centro de la maleta, bien mullidos de paja. Y con una sonrisa ancha y extraña saltando de sus ojos brillantes, se sube a la cama y muy poco a poco, se sienta sobre ellos, mirando la ventana. Y con las piernas cruzadas, sentado sobre los huevos, sobre la maleta, sobre la cama, suspira bajito, y piensa en Antonia, y en las casas calientes y vivas con niños corriendo y olor a comida.

En el aeropuerto, lleno de sirenas y luces, hombres extraños vestidos de negro manosean sus cosas, su ropa interior, el retrato de Antonia que lleva siempre. Y señoritas con micrófonos hablan de especies extintas y robos audaces.

Y Germán mira el atardecer sobre las antenas, los tejados, la ropa tendida en las azoteas.

Desde el balcón oye crecer las sirenas que llegan arañando la calle y los chirridos de frenos y el estampido de puertas de coches con prisa. Con cuidado, se levanta de la cama, ordena y cierra suavemente la cremallera de la maleta, que deja sobre la cama, y vuelve a ponerse la chaqueta justo cuando el “policía, abran la puerta!” retumba a su espalda.

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– ¿Germán Viñales? —Dice un hombre sorprendentemente joven vestido con vaqueros y camiseta negra, respaldado por dos policías de uniforme. Germán piensa que es la primera vez que habla con un inspector de policía y se sorprende de que no le tiemble la voz, ni la mano, cuando señala la maleta encima de la cama y responde —Si, soy yo. ¿Tienen Uds. mi maleta? —Y uno de los policías uniformados le entrega su anodina maleta negra, pequeña, con ruedas, un asa extensible y la foto de Antonia que lleva siempre para que le acompañe. Gracias — dice Germán— creí que era la mía. Siento la confusión, pero, la verdad, todo esto… por una maleta con huevos…

– No son sólo huevos, señor Viñales, son clones de un…Dodo…o algo así, un pájaro extinguido. Los robaron de la Universidad de Oxford, donde estaban intentando clonarlos con el ADN de uno que tienen disecado allí.

-Como en Jurasic Park—interrumpe uno de los agentes, que calla musitando un disculpe ante la mirada torva del inspector.

-Toda la Interpol persiguiendo la puta maleta -disculpe —continúa—Teníamos un operativo de quince agentes esperando al receptor; cámaras, sensores, hasta un chip rastreador. Y de repente viene usted y se la lleva delante de nuestras narices.

-Yo… lo siento, no se cómo ocurrió, yo no…

-No se preocupe. Sabemos que fue un accidente. Y ya estaba claro que el receptor no se iba a presentar. Ahora lo único importante es la seguridad del alijo… de los huevos. ¿Los ha tocado?

—No, por Dios, casi me muero del susto cuando abrí la cremallera. Iba a llamarlos cuando sonaron las sirenas, no sabía que hacer.

—Mire, vamos a hacer una cosa. Nosotros decimos que ha sido una falsa alarma, un simulacro o algo así. Usted se queda calladito y aquí nadie sale en las noticias como un gilipollas. ¿De acuerdo? —dice mirando tanto a Germán como a los policías que lo acompañan, que bajan la mirada y vuelven a susurrar -Sí, inspector.

Es más de medianoche en la ciudad crecida de obrero y desde los recuadros amarillos que alcanza a ver desde su habitación, serpentean las voces de galanes de película y persecuciones de coches; y el camión de la basura recorriendo ruidoso la calle ancha.

Germán no recuerda estar despierto a esas horas desde… desde las noches en vela tomando la mano de Antonia en aquella clínica de Pamplona donde los médicos tan buenos no pudieron evitar que se fuera apagando delante de él, dejándolo a oscuras y en silencio. Pero no puede dormir y se queda sentado en la cama, con su chaqueta arrugada aún puesta, sin haber cenado, ni lavado su ropa interior, ni visto la tele un ratito.

Germán no recuerda estar despierto a esas horas desde las noches en vela tomando la mano de Antonia en aquella clínica de Pamplona

Es aún muy temprano cuando Germán, con su traje gris arrugado, su maleta negra y su maletín de fuelle, sale del hotel pensión dos estrellas con un señor Viñales, la policía me dijo que había sido una confusión, siento las molestias, espero que no piense que nosotros… y un no se preocupe Serafín no ha pasado nada, hasta la vuelta.

Germán descorre el camino del día anterior traqueteando la acera, y sube al autobús de las diez paradas y baja de nuevo en el aeropuerto que no parece recordar nada, ni haber cambiado su rumor incesante de salidas ansiosas y llegadas cansadas.

Una voz más joven, más cálida, anuncia la puerta D14 y Germán se deja llevar por el tubo de pasajeros felices y sobrecargados, buenos días que tenga un buen vuelo, y busca su sitio, pasillo, ni muy adelante ni muy atrás. Pero ha olvidado comprar su periódico y cuando intenta esconderlo se da cuenta de que no encuentra el viejo y suave mordisco de miedo escondido en sus tripas. Y sonríe timidamente a la señora del traje de flores que se sienta a su lado y no encuentra su cinturón de seguridad.

El vuelo de vuelta le parece más corto y la sala de equipajes de su aeropuerto moderno de ciudad grande le parece menos ruidosa y caótica que de costumbre. Y aguarda en la cinta distraídamente maravillado de la precisión que supone que cada maleta acuda disciplinadamente hasta su dueño, desde el otro lado del mundo. Como aquella película de perrito perdido que vio hace años con Antonia, y que tanto la hizo llorar.

El vuelo de vuelta le parece más corto y la sala de equipajes de su aeropuerto moderno de ciudad grande le parece menos ruidosa y caótica que de costumbre

A la salida toma de nuevo el autobús que lo levará a casa, pensando en la extraña simetría de sus viajes, y se adormila con la cabeza apoyada en el cristal, reconfortado por la suave calidez que palpita en su pecho.

A la quinta parada, dos antes de casa, abre los ojos con disimulo, como esos detectives de los libros, y se asoma al bolsillo interior de su chaqueta, tan holgada, y acaricia con un dedo el pollito, tan feo, tan desvalido, con ese pico tan grande, que dormita acurrucado.

-Ya estamos casi —susurra. Te va a gustar la casa, ya verás. La decoró Antonia. Tenía muy buen gusto.

Y al cabo de un rato, añade, muy quedo. -No te preocupes, ya no tendré que viajar.

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OVO, de Guillermo Cubillo Blasco, es el texto ganador del II Concurso de Relato Breve ‘Te lo cuento en el aire’.

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