REVISTA ENARTE #8, Cultura aeronáutica
Diario de Raymonde de Laroche

Diario de Raymonde de Laroche



Por Agustín García Aguado

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En homenaje a la primera mujer que recibió el carné de piloto en 1910

 

22 de agosto de 1903

Hoy cumplo 21 años. La gran-mère me ha regalado dos vestidos de gasa para señoritas elegantes y un sombrero de ala victoriana con plumas de garza real para lucir en el hipódromo de Longchamp, pero hubiese preferido otro tipo de regalo: unas alas de pájaro para volar, por ejemplo. Llevo un mes y medio sufriendo la enfermedad de la melancolía, fumando cigarrillos a escondidas de todo el mundo, y no hago otra cosa que mirar el cielo desde la mansarda donde me quedo horas zureando como una paloma aquejada de chancro. Me gustaría planear sobre los tejados de París; espiar, gravitando en las alturas, a los amantes que se besan furtivamente en las esquinas de Montmartre, pero solo puedo permitirme el lujo de fisgar en los fondillos de mi armario. Recuento, como un mercader veneciano, estuches de nácar repletos de perlas y zarcillos de oro como para engalanar las orejas de mil reinas gitanas. La vida me aburre, no me gusta pasarme el día desfilando por la casa como una estantigua de cementerio a la que nadie ve, fijando la vista en el estuco de las paredes mientras avanzo por el pasillo unos pies que parecen prestados para calzar los zapatos de un muerto. Espero, al menos, que padre me deje viajar a Berlín en septiembre, y lo espero con impaciencia, porque según se dice, allí es posible encontrar entre sus calles a cualquier productor de variedades con domicilio en Baden- Baden, o a un americano barrigón con teatro en Broadway.

Necesito vivir, vivir, quizá volar. Si fuera posible elegir, ahora mismo abriría la ventana de mi dormitorio y ensayaría un aleteo cadencioso con mis brazos

Si sigo en este nicho ideado para señoritas distinguidas con aspiraciones matrimoniales, si continúo asistiendo a fiestas palaciegas para bailar el vals musette con petimetres que se cuelan en la pechera como demonios de fieltro (solo pensarlo me da repelús), creo que algún día me comeré, plato a plato, la vajilla de porcelana de Limoges. Quizá así me convierta en mujer de loza para hacer juego con la cerámica de Sèvres del aparador y con la cristalería de Murano. No sería mal negocio convertirse en materia inerte para evitar los sofocos de mi sexo y no tener que enfrentarme a la cara de ese médico, hijo del diablo, que me examina todos los meses como si fuera un cachorro de perro labrador. No sé si me estaré volviendo loca, o si ha llegado la hora de arrasar la biografía de estatua que me tiene fijada al suelo tal que una pieza de museo arqueológico. Necesito vivir, vivir, quizá volar. Si fuera posible elegir, ahora mismo abriría la ventana de mi dormitorio y ensayaría un aleteo cadencioso con mis brazos, tratando de remontar vuelo antes de estamparme contra los arriates del jardín. Pero la vida me da miedo, casi tanto miedo como la muerte, y prefiero soñar para espantar las malas tentaciones. Soñar. Por cierto, he descubierto que soy una mujer sin sombra, un fantasma encarnado en un cuerpo translúcido. Lo sé desde esta mañana, cuando he tratado de ponerme de perfil para calibrar las hechuras de mis caderas y el calibre de mi busto. Creo que no tengo remedio, que soy un fósil con mitones y sayas de tul que sobrevive como un árbol en medio del desierto. Hoy no hay esperanza para mí, se la debió llevar algún sastre del infierno para medir las dimensiones de mi alma. Por eso es mejor que me vaya a dormir y que el mundo me pisotee en sueños con la fuerza de un estibador portuario.

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Berlín, 13 de setiembre de 1903

Con la tía Marie no es posible recorrer una sola calle sin que una docena de ojos curiosos nos atraviesen como alfileres. Digamos que dos parisinas, embozadas en tafetán como morcillas de Boudin, no pasan precisamente inadvertidas, pero no puedo desembarazarme de la bruja ni apelando a exorcismos, ni siquiera me es posible fumar un cigarro habano sin que amenace con escribir un cablegrama a padre. Quizá ha sido un error venir a Prusia. Llevamos diez días vagando por sus calles, mirando los penachos de la Guardia Real de Guillermo, apostada en todas las calles de la ciudad como soldaditos de plomo ociosos, pero no hay ambiente artístico. Me han dicho en el hotel que las noches de Berlín son mágicas, que hay locales donde se canta lied y se representa ópera bufa hasta la madrugada, pero no puedo escapar de la habitación sin ser vista por la espía de las buenas costumbres. Ahora mismo está haciendo ganchillo para matar el tiempo, y no es de extrañar. Su tiempo debe ser una larga cuerda anudada al cuello, una soga sin principio ni final que la mantiene tiesa como un títere de feria. Desde la ventana del Hotel Victoria me entretengo observando el tráfico y, para mi sorpresa, hay más coches de automoción que carruajes tirados por caballos. Ya tengo decidido sacarme la licencia de conducción, pese a quien pese, y estrenar así una libertad de diosa pagana. Sería maravilloso no tener que depender de nadie para desplazarme a cualquier sitio sin tener que dar explicaciones. Podría incluso perderme por los caminos de Fontainebleau y admirar la magia de sus bosques. Cualquier cosa antes que sentarme delante de la celosía y bordar pañuelos como una vieja que negocia con Lucifer el tránsito a la otra vida. Ahora que se ha quedado dormida la tía Marie voy a arriesgarme a salir por la puerta.

Voy a dormir en brazos de mis sueños y si, por alguna razón, despierto, que sea surcando los cielos y desafiando la fila de nubes que cubre esta ciudad extraña y gris

Solo será un paseo, un paseo nocturno hasta las siete de la mañana. Con suerte beberé champán en algún cabaré de Alexanderplatz, y hasta ese vino caliente que dicen que te hace ver el cielo atestado de pájaros mecánicos después de la segunda botella. Quizá esta noche sea mi noche. Volar como una gaviota, sintiendo la brisa de la madrugada, puede que me redima de tantas pesadumbres. La vida, como diría mi instructor, monsieur Dupont, hay que saber aderezarla a tiempo, si no, cuando te quieres dar cuenta, te queda un regusto insípido en la boca y no hay posibilidad de dar marcha atrás. Espero que la noche me arrulle entre sus brazos y fortalezca mi alma, y lo espero de corazón, porque sé que mañana la tía Marie me pondrá ante un pelotón de fusilamiento y luego recogerá mis huesos con exquisita pulcritud de ave carroñera. Hasta mañana, mundo. Voy a dormir en brazos de mis sueños y si, por alguna razón, despierto, que sea surcando los cielos y desafiando la fila de nubes que cubre esta ciudad extraña y gris.

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París, 22 de octubre de 1909

Lo he conseguido, ¡eureka! Charles casi me fulmina con la mirada cuando me ha visto deslizarme por la pista de despegue como una pastilla de jabón. Tieso como un palo me ha dicho que mejor sería que dedicara el tiempo a engatusar a vejestorios que nadan en francos suizos para que apadrinen mi carrera como actriz de moda, pero me he limitado a decirle: oh la la, monsieur Voisin, acaba de ver volar por vez primera a una mujer… Confieso que todavía siento la excitación de ese momento único, es algo parecido a dirigir una orquesta de pájaros desde el cielo. Apenas han sido dos minutos, pero ciento veinte segundos pueden ser eternos cuando pilotas un aeroplano mientras dejas que el viento te acaricie el rostro y hablas con las nubes como un hada de cuento infantil. A eso lo llamaría libertad. Sé que, a partir de ahora, cuando me deje caer por el aeródromo, me amarrarán a una columna de hormigón y serán capaces de quemarme en la hoguera, a lo Juana de Arco. Menudos son estos caballeros, disciplinados como húsares en batalla, pero bobos y atolondrados cuando se enfrentan a la mirada de una mujer curiosa.

Apenas han sido dos minutos, pero ciento veinte segundos pueden ser eternos cuando pilotas un aeroplano mientras dejas que el viento te acaricie el rostro y hablas con las nubes como un hada de cuento infantil

Sé que Charles se muere por mí, que trata de avanzar casillas en una larga partida de ajedrez, pero él avanza con la lentitud y la torpeza de un peón, y yo me muevo en todas direcciones como la reina blanca antes de dar jaque mate. No le quiero, y se lo he dicho cien veces en trece lenguas indoeuropeas, pero él es un cabezota que no se da por vencido. Tendrá que hacerse a la idea, el amor no es mercadería y es imposible comprar y vender el corazón de una mujer como si fuera un metro de tela para forrar cortinas. Hablando de otro tema, no creo poder matar ahora ese gusanillo que me corroe por dentro y, si necesito sentirme reina de las cumbres, mujer de aire, nada ni nadie podrá impedir que cumpla mi deseo. Lèon Delagrange me ha escrito una carta muy curiosa. La recibí ayer cuando estaba dibujando en mi gabinete un dirigible capaz de cruzar el Atlántico en solo doce horas. Después de leer su misiva y conocer sus progresos en el aire, me di cuenta de que el futuro de la aviación está en las aeronaves, en el vuelo a propulsión, et rien de plus. Domesticar el aire con tácticas de domador de circo, alehop, eso mismo. Charles dice que comienzo a parecer una reina del Alto Nilo secuestrada por el espíritu de algún dios guerrero, pero más bien me veo como una mujer de mi época que necesita acción para no sentarse en el banquillo de los seres consumidos por el tiempo. Me muero por hacer mi santa voluntad y, aunque la tía Marie, la grand-mére o el susumcorda, traten de frenar mi instinto, apelando a la decencia y al buen decoro, no creo que mis pies permanezcan parados en el suelo más de un minuto. Ahora, voy a darme un baño de espuma y a vestirme como una condesa pizpireta de Versalles para asistir a esa cena de hombres que organiza el Club Aéreo de Francia, y puede que le haga tragar una copa de borgoña, con su copa de cristal y todo, a quien me mire mal o trate de menoscabar mi santa voluntad por ser mujer. Mi verdadero nombre es Élise Leontine Deroche, pero las futuras generaciones me conocerán como la baronesa de Laroche, y sabrán de mis gestas. Mañana, lo quieran o no mis ángeles custodios, volveré a subirme al cielo y, quizá, hasta me permita cantar La sérenade du pavé, mientras surco el aire y saludo a una bandada de estorninos.

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Le Crotoy, 18 de julio de 1919

En la región de la Picardía es posible remontar el vuelo con facilidad y sentirse como un ángel de dispensario a la espera de un cambio de turno obligado. Mañana me verán cientos de personas dar giros en el aeródromo, volcar sobre el aire la panza de mi Salmson 2A2 como si fuera un gato de algodón jugando con un ovillo de lana, y podré decir con orgullo que Dios me ha señalado en su corte celestial en calidad de consejera áulica. El mes pasado volé a 15.700 pies de altura, alcancé 201 millas a bordo de mi aeronave, y me sentí querida y admirada por el populacho. Nada hay más hermoso que escuchar los murmullos de admiración de la gente. Te sientes como un gigante agazapado en el pupitre de la escuela mientras escucha distraído el zumbido de algún moscardón que se ha colado por la ventana del aula. Todo es silencio allá arriba, silencio sepulcral y grandeza. A veces tengo que repetirme la vieja sentencia romana de soy un hombre, para no caer en las redes de la soberbia, pero luego pienso en mi hijito, André, y me digo que solo soy una mujer entrando a saco en el mundo. La vida me ha elegido para ser pájaro sin jaulas, y esa certeza me reconforta como nada. Pienso en mi prima Aurore, en algunas amigas de infancia, y las observo alimentando a sus camadas como hembras nacidas en el seno del olvido. Aurore se escandaliza, pobre, cuando me ve con pantalones fumando Gauloise como una chimenea de fábrica. Cualquier día te rompes la crisma si sigues volando, me dice, mientras me ofrece una tisana o me muestra el rostro ratonil de su último vástago. Y yo sonrío para mis adentros, quizá con excesiva malicia sonrío, y me siento libre para ser madre soltera o para domar, a mi antojo, un león alado con ocho cilindros de vapor. Le digo a la pobre: tengo el mundo a mis pies y, mientras se mira los zapatos como si con ese gesto tuviera que confirmar mi comentario, me dice que los veranos en Niza son placenteros por sus aguas termales y sus gentes sencillas. Como si me importara a mí la última moda en trajes de baño o las propiedades terapéuticas de los manantiales. Yo bebo nubes, querida prima, me gustaría decirle, y eso calma la sed como nada, pero me limito a dejar que imagine su mundo perfecto y que me compadezca o me odie cordialmente. En cualquier caso, como dice resignada la tía Marie, tengo más piernas que un ciempiés y me faltan caminos para posar mis patitas en el mundo. La tía Marie, por cierto, se parece cada vez más a una hogaza de centeno. Por fuera es todo corteza, pero por dentro mantiene un corazón de miga de pan con el que es fácil atragantarse.

Solo soy una mujer inventando una vez más el mundo, una mujer deseosa de besar las nubes y sentir los latidos de la vida como un reloj perfectamente sincronizado

Dentro de un par de horas saldré hacia el aeródromo. Mis manos ya están buscando instintivamente los mandos de la nave, son como palomas tentando las primeras luces del alba. Siento un regocijo extraño, casi podría decir que es una sensación similar al goce físico que se experimenta con un viejo amante tras un encuentro casual en el vestíbulo de un hotel. Esta tarde deslumbraré con mis piruetas, y si el viento no escupe la lluvia de la Isla de Francia me verán hacer magia. Se lo debo a Charles (seguro que me guiará en las alturas desde alguna banqueta del cielo), y a mí, me lo debo a mí misma. Permanecer en la cima del mundo, hablándole de tú a tú al viejo dios Eolo, no es cosa menor. Solo espero que los mecánicos hayan hecho su trabajo, que no escriban como el año pasado sobre las alas del avión la palabra: chienne. No soy la puta de nadie, me gustaría decirles a la cara. Solo soy una mujer inventando una vez más el mundo, una mujer deseosa de besar las nubes y sentir los latidos de la vida como un reloj perfectamente sincronizado. Se lo debo a esa niña enfermiza con coletas, la misma que hace veinte años coleccionaba alas de ángel bajo la almohada y soñaba con volar muy alto.

 

La tarde del 18 de julio de 1919, la baronesa de Laroche sufrió un fatal accidente al realizar una difícil maniobra en el aeródromo de Le Crotoy. Tenía 37 años y, quizá ignoraba que era inmortal.

En el aeropuerto de París-Le Bourget se erigió un monumento en homenaje a la mujer pionera que supo abrir caminos en el cielo, guiada por una voluntad de hierro.

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