80 años del primer vuelo comercial transatlántico
Emilio AtienzaAunque la historia de la aviación ya había despegado en los primeros años del siglo XX, la posibilidad de realizar vuelos comerciales transatlánticos no fue una realidad hasta que el dirigible Graf Zepellín unió Europa y América en 1928. Fue una hazaña no exenta de riesgos y momentos de tensión y al frente de la cual estuvo el alemán Hugo Eckener. Su habilidad y experiencia hicieron que esta inmensa mole de 230 metros de longitud y 105.000 metros cúbicos volara 9.977 kilómetros en 111 horas y 44 minutos.
En la historia del progreso humano hay momentos cruciales que marcan un antes y un después. En la conquista del vuelo, los grandes dirigibles dieron paso a uno de los más interesantes en la historia del esfuerzo humano al generalizar el transporte de personas y mercancías de forma segura. El día en el que el hombre consiguió partir, volar y llegar a su destino a plazo fijo y al margen de las condiciones climatológicas, comenzó el fructífero capítulo de la aviación comercial. En esta historia, el vuelo del dirigible LZ-127 Graf Zeppelín, que unió Europa y América en 1928, constituyó ese momento crucial que se había iniciado a mediados del siglo XIX. Un camino que arrancó en 1852 cuando Henri Griffard diseñó un globo de forma fusiforme, propulsado por un motor de vapor de 3 CV que logró desplazarlo a 10 km/h., pero que a pesar de demostrar cierta obediencia al timón, no conseguía volver al punto de partida a poco que tuviera que vencer un mínimo viento adverso. Habría que esperar 32 años para que los capitanes franceses Charles Renard y Arthur Krebs consiguieran, el 9 de agosto de 1884, llevar a cabo el primer circuito cerrado de algo más de siete kilómetros con su dirigible La France, impulsado por un motor eléctrico de 9 cv. Fue el primer vuelo de un dirigible.
Ya próximo el fin de la centuria sería de nuevo Francia el escenario del notable avance que representaron los frecuentes y seguros vuelos del brasileño Alberto Santos Dumont con sus dirigibles monoplazas de estructura flexible; pero el verdadero desarrollo del dirigible, con una nueva concepción de estructura rígida que mostró notable eficacia, se produciría en Alemania. Su gran impulsor fue el conde Ferdinand von Zeppelin y su escenario cronológico sería el primer tercio del siglo XX, mientras el geográfico se situaba en Friedrichshafen, a orillas del lago Constanza. Los avances tecnológicos exigieron importantes inversiones que en algunos momentos fueron afrontados por los estados que vieron en los dirigibles la posibilidad de desarrollar un arma decisiva; en otras ocasiones fue la posibilidad de obtener ventajas económicas lo que promovió empresas para su construcción y explotación. Fue la razón de las alemanas Delag, Parseval/Natz y la Luftschiffbau Zeppelín Gmbh, las francesas Zodiac, Clement/Bayard, Astra/Torres, Chalais/Meudon; las italianas S.C.A y Forlanini, la norteamericana Good Year Zeppelín, o la española Transaérea Colón.
Las experiencias comerciales de los dirigibles
Los dirigibles comenzaron a protagonizar importantes experiencias comerciales en la temprana fecha de 1909 con los vuelos del Ville de Bordeaux, construido por la industria francesa Astra, que llevó a cabo un servicio regular de pasajeros a la Exposición de Nancy a 100 francos el pasaje; un año después otro diseñado por August von Parseval, el P-4 nº 6, de 8.500 metros cúbicos, realizó numerosos vuelos desde Munich al lago de Lucerna y Berlín entre 1910 y 1912. En un año transportó 2.000 pasajeros en 200 vuelos, que totalizaron 24.000 kilómetros.
Entre 1900 y 1919 la industria alemana y sobre todo la vinculada al conde Von Zeppelín, construyó 118 aeronaves que protagonizaron una sucesión de continuos avances y le dieron el dominio de la tecnología del dirigible. Consiguieron incluso hacer regulares y exactos sus vuelos a larga distancia e hicieron creíble el transporte aéreo de pasajeros y carga.
La I Guerra Mundial estimuló el desarrollo de la aviación y desde luego del dirigible que debía superar la vulnerabilidad que suponían su tamaño y, sobre todo, el hidrógeno que lo sustentaba. Su seguridad estaba en la velocidad y en la altitud que le permitía escapar al fuego antiaéreo y a los ataques de los aviones de caza enemigos. A comienzos del conflicto en 1914, Alemania disponía de aeronaves de unos 22.000 metros cúbicos de volumen, capaces de alcanzar los 72 kilómetros por hora y de transportar 8.500 kilogramos de carga, pero al final de la guerra sus dirigibles sobrepasaban los 70.000 metros cúbicos, alcanzaban los 120 km/h de velocidad y 45.000 kilogramos de capacidad; además, llegaron 7.000 metros de altura y 24 horas de vuelo continuado, frente a los 2.000 metros y las 8 horas de vuelo que se conseguían del inicio de la contienda.
Los primeros pasos de los dirigibles, a pesar de frecuentes percances por su vulnerabilidad, generaron notables expectativas, sobre todo a raíz del espectacular vuelo del Zeppelín L-59 que entre el 21 y el 25 de noviembre de 1917 recorrió en 95 horas 6.760 kilómetros, la distancia que separa Jamboli (Bulgaria) y Khartoun, en el curso medio del Nilo, punto en el que se le ordenó retornar al creer el alto mando alemán que las fuerzas que iba a auxiliar en el África Oriental habían sucumbido. De regreso a su base, el dirigible aún tenía combustible para otras 64 horas de vuelo. Las enormes posibilidades de estas aeronaves quedaron confirmadas por este vuelo, que no ocultó sus debilidades para la guerra pero que demostró su eficacia en años de paz como único medio para establecer conexiones a grandes distancias.
El prólogo de la historia
Tras la Guerra Mundial, las condiciones impuestas por los vencedores contemplaban la construcción y entrega de dirigibles a EE.UU. a fin de desarmar a Alemania. En este contexto, construyó y entregó el LZ-126 a la marina norteamericana en su base de Lakehurst en octubre de 1924.
En un brillante vuelo, Hugo Eckener, máximo responsable de la Luftschiffbau Zeppelín lo tripuló sin incidente alguno en la que fue tercera travesía del Atlántico Norte. Despegó de Friedrichshafen a las 6,35 horas del 12 de octubre de 1924 con 26 tripulantes y cuatro invitados de la marina norteamericana. El vuelo duró 4 días y en 80 horas recorrió 8.050 kilómetros en una ruta que transcurrió por Francia, el noroeste de España, Azores y que por el norte de las Bermudas arribó a Lakehurst (Nueva Jersey), en EE.UU. Entregada la aeronave a las autoridades norteamericanas éstas lo renombraron Los Ángeles. Tuvo una afortunada existencia sin incidentes reseñables y murió de viejo, bien avanzada la década de los treinta, después de numerosos vuelos de costa a costa, con todo tipo de tiempo y sin incidentes dignos de mención.
Dos años después otro dirigible, el Norge, construido en Italia y adquirido por Noruega, realizó el asalto al Polo Norte con Amudsem, Nobile y Byrd. Este viaje sobre las regiones polares entre el 10 de abril y el 14 de mayo de 1926 atrajo la atención internacional. Fue otra confirmación más de que era posible realizar vuelos a grandes distancias sobre continentes, desiertos, estepas y océanos, con frío o calor extremo.

El Graf Zeppellin.
El Graf Zeppelín
El 8 de julio de 1928 tuvo lugar en Friedrichshafen el bautizo del mayor dirigible construido hasta entonces, un aparato que si bien destacaba por sus generosas dimensiones, acabaría haciéndose inolvidable por algunas extrañas razones que le dieron el sobrenombre de “la nave con alma”.
Rompió en aquella ocasión el champagne la condesa Hella von Brandenstein Zeppelín, única hija del conde Von Zeppelín, en cuyo honor se le dio su nombre a la más avanzada aeronave construida en Alemania. Era el aniversario de su 90 cumpleaños y se honraba así su memoria, reanudando su programa de construcción de dirigibles previo a la I Guerra Mundial. El Graf Zeppelín aunó las comodidades y autonomía de los grandes transatlánticos con la velocidad de los aviones comerciales del momento. Durante una década contó con el apoyo de pasajeros y público por todo el mundo. Su éxito fue innegable. Con el Graf Zeppelín, su comandante Hugo Eckener demostró que los viajes a grandes distancias podían ser rápidos, seguros y cómodos. Abrió las puertas a la aviación comercial a lo largo y ancho del mundo.
En aquellos años, Francia, Inglaterra y EE.UU. se empeñaban en extender el uso del dirigible al ámbito civil con no demasiada fortuna. Los espectaculares accidentes, con frecuencia trágicos, que sufrían sus dirigibles eran seguidos con extraordinaria atención por los medios de comunicación. El importante volumen del tráfico aéreo no enfrió el entusiasmo de sus partidarios, que soñaban con una era dorada de vuelos intercontinentales en dirigibles más rápidos, confortables y seguros que los paquebotes que atravesaban los océanos.
Alemania tenía ya en 1928 unas 60 ciudades vinculadas por transporte aéreo. A lo largo de esta red se mantenía un intenso, constante y rápido transporte de correo, pasajeros y carga. Ningún otro país del mundo había logrado una situación comparable.
En 1922, Hugo Eckener había asumido la dirección de la Compañía Zeppelín. Veinte años de continuados éxitos eran una garantía para la nueva etapa a pesar de las fuertes restricciones del Tratado de Versalles que determinó la confiscación de sus mejores dirigibles y limitó su volumen a 30.000 metros cúbicos, a todas luces insuficientes para los proyectos de Eckener. Fueron años muy difíciles para la orgullosa Zeppelín que se vio obligada a fabricar menaje de cocina para sobrevivir. Sólo cuando la Marina de los EE.UU. le encargó construir el ZR-III se despejó algo su horizonte. La grave crisis que padecía la economía alemana, consecuencia de las reparaciones de guerra, impedían a la Compañía Zeppelín emprender la construcción de grandes dirigibles y esta situación movió a Hugo Eckener a plantear una suscripción popular en toda Alemania para acometer su primer gran dirigible. La iniciativa tuvo una enorme repercusión en un país orgulloso y humillado. La respuesta de la sociedad alemana fue tal que el ministro de Asuntos Exteriores Gustav Stresemann adelantó el dinero para un proyecto que había movilizado al pueblo alemán como nunca hasta este momento. El diseño fue encomendado al notable ingeniero Ludwig Dürr que había proyectado casi todos sus predecesores y tenía una enorme experiencia acumulada.
El nuevo dirigible Graf Zeppelín con sus 236 metros de largo, 30 de ancho y 34 de alto era el más grande construido hasta la fecha. El barnizado exterior de toda su envoltura de algodón en color aluminio cobalto para reflectar la radiación solar, le confería el aspecto de un gran pez plateado con importantes innovaciones técnicas que lo convirtieron en leyenda y bandera cultural y científica de la nueva Alemania.
Lo impulsaban cinco motores de 12 cilindros que generaban 550 C.V. cada uno y una potencia de 2.650 C.V. La superficie total del dirigible era de 20.000 metros cuadrados y la de sus compartimentos destinados a tripulación y pasaje alcanzaba los 71.500. Además de una brillante realización tecnológica, el Graf Zeppelin no era sólo una aeronave, era también una obra de arte. Estética y aerodinámica se conjugaron en su sugerente forma.
En la primavera de 1928, antes de ser presentado oficialmente, ya había realizado numerosos vuelos de prueba en los que los fallos que se presentaron fueron subsanados sin grandes sobresaltos ni consecuencias insalvables. La más difícil situación se produjo en un vuelo sobre el Ródano en el que se averiaron cuatro de sus cinco motores Maybach VL II, y con uno solo navegó, en medio de un fuerte viento de 80 Km/h, hasta aterrizar normalmente en el aeropuerto de Cuers-Pierrefeu (Francia), donde reparó sus motores y continuó a Friedrichshafen. A la afortunada solución del vuelo no fue ajena la experiencia y conocimientos de Hugo Eckener. El incidente fue objeto de atención y comentario en la prensa y revistas especializadas que advirtieron sobre otra inminente tragedia resuelta milagrosamente. En España se alzó la prestigiosa voz del ingeniero militar español Emilio Herrera, muy vinculado a los proyectos con dirigibles, quien afirmó que el incidente, en contra de opiniones demasiado atrevidas, era un claro ejemplo de las magníficas condiciones de navegabilidad del Graf Zeppelín superiores a la de cualquier otro medio de locomoción que difícilmente hubiera sido capaz de desenvolverse en condiciones de adversidad semejantes.
El 2 de octubre el Graf Zeppelín llevó a cabo un nuevo vuelo de pruebas desde su base de Friedrichshafen al Mar del Norte y costas de Inglaterra. Los únicos incidentes de este vuelo fueron de naturaleza ajena a la técnica. El primero se produjo entre Eckener y el Gobierno de la República de Weimar al sobrevolar la localidad holandesa de Door, donde se encontraba desterrado el káiser Guillermo II con quien Hugo Eckener mantenía amistad personal. El otro incidente se produjo con el gobierno francés que presentó una reclamación diplomática por la violación aérea de sus fronteras.
La travesía del Atlántico
El buen comportamiento de la aeronave en los vuelos de prueba decidió a la Luftschiffbau Zeppelín a que el Graf Zeppelín emprendiera su vuelo hacia América a las 9 horas de la mañana del 10 de octubre de aquel 1928. Eckener insistió ante la prensa que fijar el día y la hora de la partida se hacía para demostrar que el desarrollo tecnológico de los dirigibles hacía posible anunciar el viaje a una hora y en un punto de partida fijo, fuesen cual fuesen las condiciones meteorológicas.
Sus 105.000 metros cúbicos de volumen le permitían sostener una barquilla de grandes dimensiones que daba acomodo desahogado al compartimiento de gobierno de la nave con todos los instrumentos de navegación necesarios, un salón comedor para veinte comensales simultáneamente sentados y diez cabinas dobles para el pasaje más sus servicios de lavabos y depósito del equipaje.
La tripulación estuvo integrada en este vuelo por 43 miembros, entre los que destacaban por su acreditada experiencia y dominio de los dirigibles, los capitanes Ernst A. Lehmann y Hans Curt Flemming a las órdenes directas de Eckener. El conjunto era empujado con potencia por sus poderosos motores diesel Maybach, que consumían indistintamente hidrógeno, benzol o un hidrocarburo de igual peso específico que el aire, denominado blau-gas, nombre que se le dio en honor de su inventor Hermann Blau. Los dos eran ingenieros de la Zeppelín y su aportación a la tecnología del Graf Zeppelín fue muy relevante, como lo demuestra el empleo de materiales extremadamente ligeros como el talco en elementos de las cabinas, o el innovador combustible blau-gas de peso similar al del aire. Este último le permitió reducir el peso del combustible, pero también evitar que los motores produjeran el aligeramiento de la nave y el efecto perverso de elevarlo, algo que habitualmente se compensaba liberando hidrógeno lo que suponía pérdida de capacidad de transporte y, en caso necesario, ascensional. Con el nuevo combustible se alivió este problema, además de proporcionar un mayor poder calorífico y mayor potencia y alcance a la aeronave. La influencia del blau-gas en el éxito de los grandes vuelos del Graf Zeppelín fue decisiva.
En medio de una expectación generalizada en Europa y América se desarrolló el espectacular vuelo sobre el Atlántico. Hugo Eckener invitó a Emilio Herrera y al infante Alfonso de Orleáns quien finalmente no pudo acudir. La singular presencia de Emilio Herrera en tan trascendental vuelo era el justo reconocimiento a sus estudios y proyectos que para establecer una línea de dirigibles entre España y América sobre los que venía publicando desde 1918 si bien su proyecto inicial es algo anterior. Sus estudios y colaboración posterior con la Luftschiffbau Zeppelín le depararon la amistad, respeto y una intensa relación con Eckener y los técnicos de Friedrischhafen para la realización de la línea Sevilla-Buenos Aires.
Herrera, que recibió el honor de ser considerado segundo comandante del Graf Zeppelín, llegó a las instalaciones del lago Constanza el día 9, con tiempo suficiente para comprobar la expectación que había despertado el vuelo. Periodistas, fotógrafos y operadores de cine se concentraron ante el Graf Zeppelín, además de una muchedumbre de turistas y de comisiones oficiales del Gobierno alemán y de los principales centros aeronáuticos y meteorológicos de Europa.
Participaron en el viaje 20 pasajeros, entre los que destacaron por su rango y competencia técnica e intelectual Alexander Graf von Zeppelin-Brandenstein presidente y director de la Luftschiffbau-Zeppelin GMBH, constructora de la aeronave; dos americanos que habían pagado sus billetes por la naturaleza comercial del vuelo, Robert Reiner, promotor de la industria textil y alemán emigrado a los EE.UU. años antes y fascinado por el progreso de la aviación, y Frederick Gilfillan; y dos ministros alemanes, Herr Brandeburgo, del Aire, y Albert Grzesinski del Interior. También estaban el prestigioso ingeniero Oscar von Millar, director del Observatorio Meteorológico de Berlín; el presidente del Reichstag, Paul Löbe, que fue uno de los que mejor expresaron su felicidad y asombro durante todo el vuelo, y representantes de la prensa norteamericana, uno de ellos lady Grace Drummond Hay, única mujer que participó en el vuelo como cronista para la cadena de periódicos del magnate William Randolph Hearst, y de la prensa alemana. A ellos se sumaban dos fotógrafos, uno de ellos era el prestigioso Robert Hartman, y dos pintores alemanes, el acuarelista H.C. Ludwig Dettman que fue autor de una crónica artística del vuelo, y Rolf Brandt, vinculado al movimiento de la Bauhaus y al surrealismo; además de cinco representantes de diferentes centros científicos y de compañías de seguros interesadas en conocer los riesgos de esta clase de viajes, y dos pilotos de dirigibles, el capitán de fragata Charles E. Rosendahl, norteamericano, comandante del dirigible Los Ángeles, y el teniente coronel Emilio Herrera.

Interior del Graf Zeppelin con las células de hidrógeno preparadas para ser cargadas.
¡Adelante, a toda máquina!
El día 10 de octubre, previsto para la partida, amaneció espléndido: un cielo azul, sin viento y temperatura agradable. Herrera pensó en la enorme suerte de Hugo Eckener que había fijado esta fecha con bastante antelación. Toda la noche anterior había conocido una actividad frenética en el hangar que cobijaba a la enorme nave. No quedó un rincón de la nave sin revisar. Los motores y sus complejos sistemas de suministro varias veces comprobados, los compartimentos de hidrógeno minuciosamente inspeccionados en busca de la más insignificante fuga y la carga bien distribuida y asegurada en la quilla para no modificar su centro de gravedad durante el vuelo.
A primeras horas de la mañana un enorme gentío con banderas y bandas de música crearon un ambiente más que festivo. La impaciencia se apoderaba por minutos de todos los allí concentrados. Saludadas las autoridades de Berlín que habían acudido a despedir a la aeronave. A duras penas los pasajeros se abrieron paso hasta ella. Todos se dirigieron directamente al salón acristalado de la góndola destinada al pasaje para disfrutar de la partida. Acomodados en confortables asientos, atentos e impacientes siguieron expectantes todos los preparativos para la partida. Un furgón terminó su descarga de la última correspondencia y pequeños paquetes para EE.UU. quedaron almacenados cuidadosamente en un compartimiento específico. Cuando todo parecía dispuesto para la partida un ayudante de Eckener entró en la cabina del pasaje y se dirigió a Emilio Herrera para comunicarle que el comandante requería su presencia en la cabina de mando. Ya en ella Eckener le pidió su opinión sobre los informes meteorológicos que tenía extendidos sobre los mapas, en los que aparecía trazada la ruta del vuelo y en la que había marcado la formación de un denso núcleo de borrascas en la zona meridional del Atlántico Oriental, próxima a las Azores y entre éstas y Portugal. Herrera coincidió en su previsión con la de Eckener: la evolución de los frentes bloquearían el paso por el Estrecho de Gibraltar y el mar Cantábrico. No pudo el comandante alemán tomar otra decisión que aplazar la salida para el día siguiente. La reacción entre el público concentrado fue de inevitable decepción.
El día siguiente, 11 de octubre, amaneció lluvioso y con un fuerte viento soplando en dirección contraria a la requerida para sacar el dirigible de su hangar. Con menos público que el día anterior se abrieron las puertas del hangar y el pasaje se instaló con mayor rapidez que el día anterior, conocedor del interior de la nave.
Eckener se reunió de nuevo con Herrera en la cabina de mando para estudiar la evolución de las borrascas en las últimas horas. Coincidieron en que si partían rápido podrían pasar por el Estrecho entre dos borrascas y adentrarse en el Atlántico rumbo sur para esquivar sus flecos. Eckener dio inmediatamente la orden de partir. Los motores comenzaron a girar sus enormes hélices, las revoluciones subieron rápidamente de acuerdo con la orden que había restallado en la sala: “¡Adelante, a toda máquina!”. Eran las ocho de la mañana cuando el dirigible se lanzó hacia delante, con sorprendente agilidad, a unos cien metros de la línea de árboles que delimitaban el campo de despegue, Eckener levantó la proa hasta el máximo ángulo posible, la enorme masa ganó altura rápidamente y salvó la barrera de árboles sin dificultad. La maniobra sorprendió por la agilidad que parecía imposible en el Graf Zeppelín. El experto estadounidense, comandante Rosendhal, que hablaba perfectamente español, y Emilio Herrera coincidieron en que había sido un prodigo de experiencia y exactitud, más propia de un rápido avión de combate que de una mole de 230 metros de longitud y 105.000 metros cúbicos. Lentamente el dirigible fue disminuyendo su elevación hasta estabilizarse a 300 metros de altura. En esta situación sobrevoló Friedrichshafen y el lago Constanza. Con los motores a un nivel sosegado de revoluciones que movían la aeronave a 80 kilómetros por hora se ajustó al curso del Rhin. A la derecha del sentido de la marcha, entre jardines y una hermosa y extensa alfombra verde, apareció Basilea, iniciaron un suave descenso para dejar caer una saca de correo. Cumplida la misión, remontaron hasta los 400 metros y después de completar un viraje en torno a la ciudad, abandonaron el curso del Rhin y se dirigieron al del Doubs por el que entraron en Francia.
A los pocos minutos de sobrevolar territorio francés, un grupo de aviones galos se situaron a sus flancos y acompañaron al Graf Zeppelín hasta alcanzar el Ródano. Las bajas presiones sobre Inglaterra no le dejan a Eckener otra ruta despejada que la de Gibraltar. Estaba claro que la climatología no estaba de su parte. A las 12,15 avistaron Lyon sin sobrevolarla, a las 13,30 llegaron a Vallons; a las 14 a Montelimar y a las 14,47 avistaron Avignon; a las 15,09 alcanzaron Arlés y desde aquí se dirigieron a la desembocadura del Ródano, para alcanzar el cabo Reus (Tarragona) al anochecer. En ese mismo momento comentó Herrera a Eckener: “¡Cómo palpita mi corazón de español!”, y Eckener atento a la emoción de su amigo le traspasa el mando del Graf Zeppelín. Con Herrera al mando alcanzan Barcelona a las 18,45. Entran por la plaza de Colón y remontan las Ramblas hasta llegar a la plaza de Cataluña. Al sobrevolarla un sin fin de focos centran sus haces luminosos sobre la superficie plateada del dirigible que reverbera sorprendentes efectos de luz y color. Impresionado por la vista, el pintor Ludwig Dettmann, bosqueja un bello apunte al carboncillo. Mientras, en la camareta del radiotelegrafista Herrera y Eckener dictaron un radiograma al rey Alfonso XIII para saludarle, y comunicarle su posición. A las 2,30 de la madrugada del día 12 alcanzaron Gibraltar y apenas media hora más tarde Herrera, Rosendhal y lady Grace Drummond contemplan como se diluyen los últimos contornos de la costa europea. Todos quedan en silencio. Son conscientes de que la verdadera aventura transatlántica acababa de comenzar. Los tres entusiastas viajeros han pasado toda la noche atentos al más mínimo detalle del vuelo, cambios de altura, sucesión de luces y sombras sobre un mar que apenas vislumbran sino por pequeñas crestas iluminadas fugazmente.

La elegante línea aerodinámica del Graf Zeppelin en vuelo.
Sobre el Atlántico
Seducidos por la luminosidad y belleza de una espléndida mañana, el pasaje se abandona al disfrute de la sucesión de sensaciones, mientras, en el gramófono suenan suaves melodías vienesas tan del gusto de Eckener. Navegan sobre la ruta de vapores entre Europa y América, en esta época del año desplazada hacia el sur para evitar las borrascas de estas fechas en el Atlántico Norte, y sobrevuelan cuatro vapores en pocos minutos que saludan al Graf Zeppelín con sus más potentes sirenas. El encuentro más bello es el cruce con uno de los poco veleros tipo cliper, con todo su velamen al viento, empeñado en ganar una velocidad que el desarrollo tecnológico le niega. Es una perspectiva que los pasajeros tratan de retener en sus máquinas fotográficas, que disparan incesantemente. Sobrepasadas a las 12,45 horas las islas Madeira, se adentran en el Atlántico con magnífico tiempo y un horizonte despejado. Siguieron unas horas en las que el dirigible se desplazó plácidamente, acariciado por los suaves rayos de sol.
En la cabina de mando, Eckener de nuevo solicita a Herrera su opinión sobre los informes que está recibiendo y que anuncian perturbaciones climatológicas a pocas millas, y que ya se empiezan a percibir con un intenso viento de frente que frena el avance. Según avanza el día 13, la brisa se hace más fría y se torna viento intenso; el horizonte se oscurece y empiezan a caer las primeras gotas sobre el envolvente del dirigible que recuerda el repiqueteo de un tambor. A las 10 horas de Greenwich, 8 horas local, un viento del sudeste balancea al Graf Zeppelín que navegaba en ese momento estabilizado a 400 metros sobre el nivel del mar. En un instante el cielo se transmuta de azul luminoso a gris oscuro por efecto de la formación de nubarrones tan densos como amenazadores. El viento aumenta su fuerza y las líneas de espuman avisan de un mar alborotado a sus pies.
En medio de la tormenta
Masas de cúmulos cierran el horizonte y los fenómenos eléctricos llegan nítidos. De súbito, ante ellos se cerró, en un instante, un telón de nubes que les amenazaba con el final de su aventura. Sin tiempo para modificar el rumbo, el dirigible se adentró en el temporal con los motores al máximo de potencia. Eran las 12,40 hora local. Hugo Eckener dio la orden al radiotelegrafista de que emitiese periódicamente mensajes de situación y estado de la nave. A bordo sonó la alarma y su tripulación bien entrenada tomó las medidas necesarias para garantizar la seguridad de la aeronave, del pasaje, evitar cualquier desplazamiento de la carga y bruscos movimientos a sus grandes bolsas de hidrógeno.
Apenas transcurridos diez minutos el Graf Zeppelín, que se ha desplazado con extraordinaria suavidad desde que partió, fue sacudido por violentas rachas de viento que hicieron silbar sus antenas de radio. Un repentino movimiento de balanceo lateral, solemne, que parecía no tener fin, sobrecogió a los pasajeros, uno de los cuales recordó la tragedia del Titanic. Se percibía nítido el ronco fragor de un mar encrespado. La lluvia se tornó violenta y aunque todas las ventanas estaban cerradas, se filtraba al interior. Se suceden las sacudidas. Los vientos desde direcciones encontradas parecen confluir en el dirigible. En un instante la nave pareció pararse y comenzó a elevar su proa. La tripulación sabía de los riesgos que implicaban estos bruscos movimientos. En la cabina las órdenes de Eckener se sucedían sin interrupción, borboteaban para salvar la situación. Sus ojos fijos en el barómetro comprobaron que en un segundo se habían elevado 50 metros por efecto de una fuerte corriente ascendente. El timonel encargado de controlar la altura forcejea con los mandos para devolverlo a una posición menos arriesgada. De pronto, a un fuerte encabritamiento sucedió una caída de la proa. Navegantes y pasajeros sintieron hundirse en el mar y sin apenas intervalo de tiempo se produjo una tercera oscilación que llevó al dirigible a una posición más inclinada aún que la primera. Los pasajeros se afanaban por mantener el equilibrio agarrados a mesas y sillones, pero el zarandeo de la nave acabó con ellos por el suelo, para rodar enredados unos con otros, y todos con las flores naturales que ponían la nota de color, los cubiertos de plata, las copas de cristal tallado y la elegante porcelana azul y blanca de Baviera con las iniciales G. Z. Todo repiqueteó por el suelo enmoquetado.
Después de tres últimos violentos zarandeos, el dirigible pareció tranquilizarse, lentamente los golpes de viento parecieron distanciarse y la nave recuperó el sosiego. Las diez horas que el Graf Zeppelín necesitó para atravesar la tormenta se les antojaron interminables a los pasajeros que se sorprendieron por la tranquilidad que en todo momento mantuvo lady Grace Drummond Hay. Aún pasarían varias horas antes de recuperar la completa calma ante el aspecto amenazante del embravecido océano que alargaba sus espumosos tentáculos para engullir la nave.
Tímidamente se recuperaba la normalidad cuando el comandante Hugo Eckener se presentó en el revuelto salón para informar al pasaje de los daños sufridos en la nave y que era urgente reparar. El vendaval había afectado sobre todo a los timones horizontales que estabilizaban la nave, lo que les obligaría a parar los motores y les llevaría a un inevitable retraso sobre el horario previsto. La situación era delicada, si bien la proximidad a las islas Bermudas garantizaba el pronto auxilio de algún navío militar norteamericano en respuesta al SOS emitido por el Graf Zeppelin. La aronave quedó a la deriva y azotada por el viento durante varias horas que se hicieron eternas. Fue el tiempo imprescindible que necesitaron los tripulantes para solucionar el problema con verdadero riesgo de sus vidas. Por fin el dirigible arrancó motores y enfrentado al viento comienza un avance que se acelera por momentos. Con decisión ponen rumbo a las costas de EE.UU. hasta que sobre las 18,45 se despeja el horizonte y tímidos rayos de sol acarician la húmeda piel de la castigada aeronave. Un suave y cálido viento del Sur acaba alejando las nubes y les permite disfrutar de un atardecer y de una puesta de sol embravecida.
La noche y madrugada del 14 de octubre transcurrió tranquila. El nuevo día se presentó despejado y con fuerte viento de cara que no deja al Graf Zeppelín superar los 40 kilómetros por hora. El vuelo se hizo difícil durante todo el día, especialmente para la tripulación empeñada en mantener la tensión adecuada en las células internas del dirigible y evitar cualquier rasgadura que dejara escapar al exterior el siempre explosivo hidrógeno. Las tareas ajustadas a los protocolos dispuestos por la experiencia de Eckener se cumplen con exactitud germánica. En calma, el Graf Zeppelín continúa su marcha y el pasaje recupera el sosiego gozando de las comodidades de la nave.
Cambio de rumbo
Entrada la madrugada nuevas tormentas eléctricas parecen empeñarse en impedir la pronta llegada a las costas norteamericanas. Eckener desvió la marcha hacia el Cabo Hateras ante la imposibilidad de hacerlo directamente hacia Nueva York. Ligeros cabeceos apenas perturban el descanso del pasaje. En el puesto de mando Rosendhal y Herrera acompañaron a Eckener toda la noche, que fue de vigilia para toda la tripulación que expectante se empeñaba en vislumbrar el perfil de la costa a la luz de los relámpagos que abrían la noche. Con las primeras luces surgió el ansiado perfil de tierra. Un favorable viento del nordeste proporcionó una potencia añadida a la aeronave, que alivió el esfuerzo de los motores sin atenuar el buen ritmo de la marcha. Las nubes se deshacen en hilachos cada vez más livianos y el oficial de derrota decide hacer una comprobación astronómica para fijar con exactitud la posición. Operación delicada que para mayor exactitud se hacía en la superficie exterior de la nave, desde una plataforma habilitada a tal fin. El acceso a ella se hacía a través de una escalerilla que atravesaba las entrañas de la nave, entre los críticos balones de hidrógeno. Toda precaución era poca. Desprovistos de objetos metálicos, con calzado especial e incluso con el sextante y el cronómetro protegidos convenientemente en sendas cajas de ébano, habían de recorrer los más de 30 metros de diámetro de la nave con la tensa preocupación de no provocar, bajo ningún concepto, el más mínimo impacto o rozadura que pudiera producir ni la más insignificante de las chispas. Una vez, más el minucioso entrenamiento de la tripulación y su conocimiento de los más mínimos detalles de la naturaleza de la nave, hacen que la misión se realice con éxito. De regreso a la cabina se hacen las comprobaciones de tiempo con el cronómetro y sobre la carta de navegación se fija la posición con exactitud.
Eckener, con todos los datos necesarios, fija el rumbo y aumenta las revoluciones de los motores hasta alcanzar los 170 kilómetros por hora. A las pocas horas las primeras gaviotas circunvalan la nave. A las 9,40 horas del 15 de octubre alcanzaron el ansiado Cabo Hateras en la costa Este de los EE.UU., sobrevolando la fragata argentina Presidente Sarmiento que los saluda con sucesivos golpes de su sirena. A las 10,20 horas la sombra del Graf Zeppelín pisó tierra. El pasaje, en tropel, invade el salón muy refrescado por el viento norte, se abren los amplios ventanales para captar con las máquinas fotográficas el histórico momento. El cliqueteo de los disparadores fue incesante durante varios minutos, hasta que una densa niebla de condensación comienza a extenderse a sus píes. Eckener ordena descender lentamente para proteger la nave del sol que empieza a dejar sentir sus efectos sobre las bolsas de gas que ha comenzado a dilatarse por efecto de la temperatura. Desciende a unos 100 metros sobre el mar, el efecto es que parecen navegar más que volar.
El frío ambiente se hace notar abordo, pero es neutralizado por el eficaz sistema de calefacción por aire caliente procedente de los motores. La sensación de frío apenas ha durado unos minutos y contribuye a que el pasaje se acomode para dar cuenta del variado desayuno. Después, en el mejor estilo angloamericano, se producen los brindis y Rosendhal felicita a Eckener por la seguridad que en todo momento ha transmitido al pasaje, incluso en los momentos de tensión que desencadenó la mala climatología, y la exquisita cortesía que les ha dispensado durante el viaje, extiende la felicitación a la eficaz tripulación, y finalmente elogia las virtudes demostradas por el Graf Zeppelín. Una atmósfera de alegría se extendió por toda la nave cuando el radiotelegrafista informa de una novedad a Eckener que inmediatamente se dirige al contiguo puesto de mando y abre la puerta para que el pasaje escuche por radio el himno de EE.UU. con el que la estación radiogonométrica de Nueva York les da la bienvenida. En los minutos siguientes los tripulantes giran el dial de la radio por el que se suceden emisoras norteamericanas que con contagiosa alegría informan de la proeza del vuelo. El entusiasmo de tierra se contagia a tripulantes y pasaje que toman conciencia de la verdadera dimensión del vuelo que es sin duda una proeza.
Abordo todas las miradas se mantienen fijas en la costa, escudriñan el horizonte y vislumbran las primeras cumbres nevadas de la cordillera de los Apalaches. Abordo estaban ajenos a la angustia con la que el pueblo americano había seguido las peripecias de la nave durante los días 13 y 14, ya que las emisoras de radio y los más importantes diarios le habían mantenido puntualmente informado. Los periodistas de abordo habían mandado constantemente información por telegrafía y ni en el momento más grave de la tormenta habían dejado de transmitir.
Al presentarse el refulgente puro plateado ascendiendo por el curso del Potomac, a 300 metros de altura, el júbilo se expresaba por todas partes. Trompetas, bocinas de coches, sirenas de fábricas y barcos que se cruzaban con él tornaron el aire en estruendoso sonido que se antojaba marcha triunfal. A las 14,00 horas sobrevolaron Washington, después la Casa Blanca, desde cuya entrada fueron saludados por el mismo presidente de los EE.UU. Calvin Coolidge y, finalmente, el Capitolio sobre el que arrojaron un ramo de flores; a continuación giraron lentamente para agradecer la acogida y continuar rumbo a Boston, Baltimore y Filadelfia, hasta enfilar Nueva York. Al aproximarse a Manhattan el estruendo de sirenas de toda naturaleza se magnifica, cientos de barcos tienden cortinas de agua a modo de arcos triunfales sobre los que discurren los héroes a su entrada en la Roma atlántica; en las terrazas de sus altos edificios flamean banderas y millones de pañuelos que ofrecen la imagen de una alfombra de algodón blanco agitada por la brisa. El espectáculo que ofrecen tan populosas ciudades es inolvidable.
En el dirigible todos se sienten emocionados, tanto que no abandonan en ningún momento las ventanas de las cabinas, a excepción de lady Grace Drummond Hay que no ha dado un segundo de respiro a su máquina de escribir, empeñada en dar testimonio de cuanto ocurre a bordo. Fue una entusiasta del Graf Zeppelín, y si bien cuantos volaban en la nave mostraron su simpatía por ella, nadie como G.D. Hay acertó a captar y definir su esencia al escribir:”El Graf Zeppelín es algo más que un conjunto de motores, lona y aluminio. Tiene alma. Yo lo amo como si fuera un ser animado sensible, vital, agradecido, caprichoso y adorable”.
Después de una doble vuelta triunfal sobre la isla de Manhatan, aparecieron numerosos aviones que con fotógrafos a bordo trataron de captar imágenes del dirigible e incluso de las huellas que el temporal ha dejado en él. Eckener nervioso por la escasa distancia a que son sobrevolados se aleja a toda potencia hacia el Harlem, desde donde hace un ligero balanceo de la cabeza del dirigible a modo de despedida y sigue por el Hudson hacia la base naval de dirigibles en Lakehurst. Su gran cobertizo era una magnífica referencia. Son las 14,38 horas y Eckener, que ha localizado el poste de amarre, inicia el viraje de reconocimiento y aproximación. Ordena el descenso, la proa se inclina suavemente y un ejército de 450 hombres recoge los cabos de atraque que se le arrojan por la tripulación; el dirigible se estabiliza a 50 metros, para los motores y queda a merced de los hombres de tierra que lo conducen al mástil de amarre al que finalmente queda bien sujeto.
Son las 17,39 horas cuando el viaje ha tocado fin. Han volado 9.977 kilómetros en 111 horas y 44 minutos. Ha superado una mala meteorología durante casi todo el trayecto. Nunca hasta ahora una aeronave había hechos semejante recorrido en este tiempo con sesenta y tres personas abordo y una importante carga de alto valor añadido. Una nueva época en la historia de la aviación había dado comienzo cuando el pasaje tranquilamente descendía a tierra y se dirigía a la Terminal del aeropuerto a recoger su equipaje, entre el entusiasmo de cientos de periodistas y los deslumbrantes fogonazos de sus máquinas fotográficas que levantaron acta del acontecimiento. La noche y el entusiasmo decidieron a Eckener a dejar para el siguiente día la maniobra de proteger el dirigible en el hangar, en el que le aguardaba su viejo compañero de aventura transatlántica, el ZR-III, Los Ángeles, que le había facilitado la experiencia previa imprescindible para el camino al progreso de la aviación comercial que acababa de culminar con éxito.
En el libro oficial de registro de Lakehurst quedó recogido el vuelo en los siguientes términos: “Conde Zeppelín, dirigible, procedente de Friedrichshafen, Alemania, vía España, las Azores y Bermudas. Con pasajeros, correspondencia y carga, llegó a las 5,30 horas p.m., quedando consignado al hangar número 1 de Lakehurst”.
La apoteosis de Nueva York
Al día siguiente, 16 de octubre, la población de Nueva York brindó los honores que habitualmente reserva a sus héroes: desfile por la Quinta Avenida entre las aclamaciones del público y bajo un diluvio de trocitos de papel. En el banquete que siguió en el City Hall, el alcalde de Nueva York, Josehp V. McKey, destacó en su intervención “El viaje del Graf Zeppelín es el producto de la labor por la cual los hombres del aire han trabajado, luchado y sucumbido, y el vuelo de la nave aérea representa la consagración de nuevos medios de intercambio para el progreso y el mejoramiento de la Humanidad. Felicito al pueblo alemán, cuya generosidad, no obstante las circunstancias por que atraviesa, ha facilitado el vuelo”.
En respuesta, Hugo Eckener manifestó su deseo porque logros como este contribuyeran a estrechar los lazos de amistad y colaboración entre Alemania y EE.UU. Sólo diez años después estos deseos formulados por hombres de buena voluntad fueron dinamitados por el estallido de la II Guerra Mundial.
No se recordaba en Nueva York manifestación de júbilo igual, ni siquiera cuando un año antes se produjo la hazaña de Lindberg lo que provocó que se suspendiera la jornada laboral para recibirlo como ahora sucedió con los argonautas que acababan de vencer el Atlántico en el primer vuelo comercial de la historia.
El español Emilio Herrera, aprovechó la expectación del vuelo y el ambiente favorable que había creado para llevar a cabo varias iniciativas empresariales y tratar de sumar a la proyectada Transaérea Colón a varias firmas norteamericanas que aportaran la financiación necesaria para hacer realidad la línea de dirigibles que tenía proyectada entre Sevilla y Sudamérica. El día 24 de octubre en conversación telefónica con Alfonso XIII le dio cuenta de sus gestiones, por las que estaba francamente interesado el monarca español.
El éxito del vuelo atlántico del Graf Zeppelín sorprendió más al Gobierno de Primo de Rivera que a los responsables de la aeronáutica española, que conocían el proyecto de Herrera y la alta consideración que del mismo tenían los técnicos de Friedrichshafen. A iniciativa de Alfredo Kindelán, jefe de la Aviación Militar española, el Gobierno autorizó un recorrido de Emilio Herrera por los países hispanoamericanos para conseguir los recursos económicos que necesitaba. Desgraciadamente la crisis de 1929 le privó de las inversiones necesarias y en España no encontró apoyos más allá del entusiasmo del Rey y poco más. Sería esta una de las grandes oportunidades para el desarrollo de una tecnología de vanguardia y para una apuesta por el desarrollo industrial que habría beneficiado muy particularmente a Andalucía.

Durante la turbonada, el pasaje del Graf Zeppelin temió lo inevitable, (Dettman).