‘Un libro’, relato ganador de la V edición de ‘Te lo cuento en el aire’

‘Un libro’, relato ganador de la V edición de ‘Te lo cuento en el aire’
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Ya puedes leer el relato ganador del V Concurso de Relato Breve ‘Te lo cuento en el aire’: Un libro de Óscar Cosín Ramírez. Un relato de ciencia ficción en el que también hay un punto de misterio. Capta la atención del lector desde el primer momento, tiene ritmo, interés y una buena evolución.

 


Un libro de Óscar Cosín Ramírez

Nadie miraba ya por la ventanilla. Los frecuentes desplazamientos laborales entre las áreas residenciales y los grandes cúmulos técnico-industriales eran tan grandes que volar se había convertido en una actividad cotidiana que rayaba en la monotonía. Después de todo, nadie miraba tampoco hacia afuera desde los vagones del hyperloop. En cambio, él siempre se aseguraba de obtener asiento junto a una de las escasísimas ventanas que los modernos aviones aún conservaban. Le gustaba contemplar el lento movimiento de la tierra bajo sus pies, el fluir de las nubes que ascendían cambiando de tonos dorados a un blanco purísimo y se imaginaba a si mismo surcando el cielo con los brazos extendidos, como tantas veces había hecho en sueños.

 

El ambiente en el interior del avión era luminoso, incluso colorido, pero nunca estridente ni molesto, gracias a una hábil distribución de climatización y luz artificial que hacía amplia y agradable la cabina de pasaje. Y, sin embargo, los pasajeros que le rodeaban tenían la mirada perdida. ¿Por qué mirar por una ventana cuando tienes un implante que transmite imágenes directamente a tu corteza cerebral? Quizá alguno estuviese viendo pasar la tierra bajo él a través de las cámaras distribuidas a lo largo del fuselaje del avión, pero probablemente todos estarían siguiendo sus programas favoritos o los más absurdos contenidos subidos por gente a la que ni siquiera conocía. Si se fijaba bien, le resultaba fácil distinguir quiénes estaban utilizando los implantes, pues sus cerebros provocaban el movimiento involuntario de los ojos, que trataban de seguir las imágenes como si estuvieran
entrando a través de ellos. Él también tenía un implante, por supuesto. Lo usaba poco y hacía mucho #empo que no lo actualizaba, pero ¿cómo si no podría estar pendiente del estado de su madre, o tan solo identificarse ante las autoridades? Los dispositivos inteligentes de mano, e incluso los hologramas de muñeca, ya hacía años que habían dejado de usarse. No había alternativa.

 

La chica que estaba sentada frente a él, en cambio, parecía tener la vista fija. Juraría que, en verdad, le estaba mirando. Esa era la peculiaridad de los asientos al estilo italiano que se había puesto de moda en los últimos años: estar sentado frente a frente con extraños.
Antes hubiera sido muy incómodo, pero desde que se generalizaron los implantes resultaba muy improbable que se produjera un cruce de miradas. Y, sin embargo, ella seguía mirándole. Antes de bajar los ojos, azorado, le pareció que incluso le había sonreído. Volvió rápidamente a su ventanilla. No se quitaba de la cabeza a esa chica que le había sonreído. Pero el cruce había sido tan fugaz que apenas conseguía recordar sus rasgos o su color de pelo. Tenía que echar otro vistazo. Seguramente para descubrir que había sido sólo una ilusión, pero no podía evitarlo.

Comenzó por recorrer con la mirada el reposabrazos y descubrió que lo asía con fuerza. Soltó nerviosamente la mano y se alisó la pernera del pantalón. Siguió después por el suelo de vinilo gris y pasó a observar a quienes comparan con aquella chica la fila de asientos de enfrente. Ella se sentaba casi en el centro. A la izquierda, un hombretón casi demasiado grande para su asiento y vestido con un traje apretado alzaba la cabeza hacia el techo, su nuca apoyada en el reposacabezas. A la derecha parecía dormitar una mujer entrada en años, vistiendo el uniforme de alguna empresa probablemente relacionada con la logística, y a su lado se sentaba inclinado hacia adelante un chico joven, cuya chaqueta chillona no podía ocultar del todo que vestía el mismo uniforme que su acompañante, y que posiblemente estaba participando en algún juego en red. Ninguno de ellos le prestaba atención. Seguro que
ni le veían. Luego estaba ella. No se atrevía aún a mirarla a la cara, pero se esforzó por percibir algunos rasgos difusos por el rabillo del ojo. Le pareció que ves8a pantalones vaqueros y una especie de chaqueta de punto, de color rosa pálido. No es que la rebequita rosa fuera muy llamativa, pero le extrañó no haberla advertido a la primera mirada, y sobre todo que una chica tan joven pudiera vestir tan alejada de la moda actual. Finalmente se decidió. Conforme alzaba la vista hacia su cara, notó que ahora era ella quien apartaba la vista. Quizá lo hacía de forma expresa para permitirle mirarla sin incomodarlo, pensó. Su gesto de amabilidad, sin
embargo, le iba a privar de ver sus ojos. Tenía una cara delgada y de tez ligeramente bronceada, y se recogía el pelo castaño y largo en una coleta. Confirmó su primera impresión sobre la chaqueta de punto, que cerraba sobre una camiseta blanca con tres botones de un rosa más intenso. Pero lo más sorprendente era que entre sus manos enlazadas descansaba un libro. ¿Cómo no lo había visto antes? Él mismo guardaba una respetable, aunque no excesivamente destacable, colección de viejos libros en papel. De esos que hacía mucho que habían dejado de venderse. En el trabajo, algunas veces había hablado de esta afición con su compañero de sala durante el descanso del almuerzo, pero no conseguía transmitirle por qué le resultaba tan atractivo leer esos engorrosos libros de papel, en lugar de emplear su implante. Y ella llevaba un viejo libro, con las puntas de las hojas dobladas por el uso, pero que
sujetaba como si fuera una querida mascota. En ese instante, sus miradas volvieron a encontrarse. Su duda se disipó. Ella le volvió a sonreír mientras le miraba fijamente desde unos ojos verdes. Sostuvo la mirada y sonrió a su vez, aunque notaba cómo la sangre hinchaba los capilares de su cara, traduciéndose en un vergonzoso rubor.

En ese preciso instante sonó la señal que anunciaba el inicio del descenso. Los motores redujeron sensiblemente su ruido y cambió la iluminación de la cabina, aumentando el brillo y su tono diurno para ayudar a que los pasajeros se preparasen para el desembarque. Todos comenzaron a agitarse en sus asientos, guardando objetos, incorporándose e incluso desperezándose ostensiblemente. Su vecino de fila le propinó un involuntario codazo que lo sacó de su ensoñación y le recordó que debía ajustarse el cinturón de seguridad. Cuando por fin volvió a mirarla, ella estaba también ocupada en prepararse para afrontar el mundo que esperaba fuera de ese cubículo volador. ¿Quizá su momento había ya pasado de un modo tan fugaz? Eso parecía. En lugar de devolver sus miradas, ella había derivado su atención hacía la mujer de al lado, con quien mantenía una conversación que no alcanzaba a oír. Sus otros compañeros, en cambio, seguían ausentes, el hombretón sólo ligeramente más derecho en su asiento demasiado estrecho y el joven aún enzarzado en alguna batalla espacial ficticia. La toma, como siempre, fue extremadamente suave. Casi nadie recordaba la curiosa manía antigua de aplaudir tras el aterrizaje. Al fin y a al cabo, aterrizar bien y suave era lo mínimo que se debía exigir a unas máquinas tan tecnológicamente avanzadas. Lo que no había variado era la costumbre tan arraigada de querer ser el primero en salir. Nada más tocar tierra, y haciendo caso omiso de los audios que se activaban automáticamente, la mayoría de los pasajeros se levantó de sus asientos y comenzó el trasiego de chaquetas, maletines, mochilas y los más inverosímiles objetos que surgían de los compartimentos distribuidos sobre los asientos. Ante tal maremágnum y el cúmulo de gente abarrotando los pasillos, perdió de vista a la chica. Sólo alcanzaba a entrever aquí y allá retazos de esa rebeca rosa, que parecía engullida por la muchedumbre. Aceleró el paso todo lo que pudo a lo largo del finger que, como un cordón umbilical, le llevaba desde el avión hasta la terminal, adelantando a gente que no tenía prisa por llegar a su destino, normalmente laboral, pero que aun así se molestaba cuando ese desconocido les pedía paso o tropezaba ligeramente con ellos. Fue la primera vez que hizo ese recorrido sin que su vista se perdiese en el paisaje y ajetreo de las operaciones del exterior del aeropuerto. En cambio, su cabeza iba de arriba abajo y de lado a lado mientras caminaba a toda prisa, tratando de evitar los constantes bloqueos de quienes le precedían. Sus ojos se movían también frené#camente y su pulso se aceleraba. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, no era capaz de vislumbrar siquiera un pequeño reflejo de aquella rebeca rosa. ¿La había perdido?

 

Se detuvo, por fin, a la salida del finger. La terminal se abría frente a él y, aunque abarrotada, le transmitió la sensación de encontrarse completamente solo, más solo de lo que se había sentido en mucho tiempo.
Una mano rozó la suya desde atrás. Se giró sobresaltado y la vio junto a él. Seguía sonriéndole. Comenzó a abrir la boca para tratar de decir algo. Sabía que debía hacerlo, aunque en realidad no sabía qué. Sin embargo, no hizo falta. Mientras seguía rozando su
mano, la chica le tendió el libro con la otra. “Es para ti”, le dijo con su eterna sonrisa. “Lee lo que dice tras la portada”, añadió antes de que él fuera capaz de articular una sola sílaba. “Pero no lo abras hasta haber pasado el control de seguridad”. Con esta última frase giró sobre sí misma y desapareció ágilmente entre el gentío. Le pareció entonces más menuda que en el avión y notó que llevaba un agradable perfume, pero mientras se sumergía en estos pensamientos, ella volvió a salir de su vida.
Miró el libro. Se trataba de una novela que aparentemente había sido leída y releída varias veces. Estaba a punto de abrirla cuando recordó “no lo abras hasta haber pasado el control de seguridad”. Se sobresaltó. ¿Por qué esa precaución por un simple libro? ¿No lo
habrían tomado por un traficante? O peor ¿por un terrorista? Dudó. Podía dejar el libro en cualquier si#o y olvidarlo todo. ¿Y si tan solo se estaban riendo de él?

Se dirigió a la papelera más cercana, decidido a hacer lo correcto para volver a su monótona normalidad pero, pocos pasos antes de llegar, el hombretón trajeado que se sentaba frente a él en el avión le salió al paso. “Disculpe. ¿Podría indicarme dónde se recoge el
equipaje?”. Quedó sin palabras durante un par de segundos. Apretando el libro contra su cuerpo, miró fijamente la cara del coloso que tenía delante. También sonreía, pero la suya parecía forzada, más amenazante que tranquilizadora. “Después del control de seguridad”, acertó a responder. “Nada más pasar verá las indicaciones”. El hombre trajeado amplió su sonrisa. “Gracias. Que tenga un buen día”, se despidió. Y le echó una fugaz mirada al libro que ahora llevaba pegado al pecho. ¿De verdad buscaba su equipaje o había sido sólo un pretexto? No tenía aspecto de viajero, y menos de alguien que precisa acarrear equipaje facturado. Más bien parecía un policía o incluso un agente de alguna de las agencias de seguridad comunitarias. Y ese vistazo al libro… Siguió caminando y pasó de largo la papelera.

 

Había cruzado el zigzag del control de seguridad miles de veces. A veces con prisa porque llegaba tarde al trabajo, otras fastidiado por la espera causada por los problemas técnicos de los inspectores automáticos, las más con desidia. Sin embargo, esta vez los pasillos delimitados por cintas se le antojaban una mar de olas inacabables. Notaba el pulso en la sien y la sangre fluyendo por su cara. Trató de reprimirse. No podía permitir que notasen que ocultaba algo. ¿Acaso alguien le estaba ya vigilando? Hizo un rápido repaso de su aspecto y descubrió con horror que la mano con que aferraba el libro estaba blanca por la presión. Respiró hondo, elevó la vista hacia la luz proveniente de los altos techos traslúcidos y se ahuecó la chaqueta para evitar que el sudor que ya le recorría la espalda le delatase. Cuando al fin llegó, siglos después, a los postes que albergaban los inspectores automáticos pasó sin apenas mirar. Todo era normal. Esperaba que alguno de los escasos agentes de policía que complementaban el control automá#co le diese el alto nada más cruzar la barrera. Pero nada.

Siguió andando por los amplios espacios de la terminal, pero ahora la presión que sentía en su cabeza parecía que se la iba a reventar. Aunque había recorrido ese mismo trayecto hasta la saciedad, deambulaba casi perdido y reparó de golpe en el cartel de los
aseos. Entró rápidamente y se encerró en una de las cabinas. Volvió a respirar hondo, dejando que el olor a azahar de los ambientadores saturase su olfato. Ya más tranquilo, bajó la vista y miró fijamente la tapa de la novela. Mostraba una imagen de un paisaje con una cabaña a lo lejos y la figura de un viejo guerrero medieval en primer plano. No le sonaba el título, aunque sí su autor. Acarició con el dedo índice el borde de la portada y comenzó a abrirla despacio. La primera hoja estaba amarillenta y en ella sólo podía leerse un corto texto escrito a mano, casi en cursiva, con pluma de tinta azul. “Tenemos lo que estás buscando. Te esperaré a la salida de la terminal.” ¿Eso era todo? Qué decepción. Definitivamente se habían burlado de él. ¿O no? Reflexionó. “Lo que estoy buscando. Y me estará esperando”. Notó que su nerviosismo se había transformado en emoción, casi en alegría. Guardó el libro en un bolsillo de la chaqueta y abrió de golpe la puerta de la cabina. El hombretón estaba justo enfrente, dándole la espalda mientras se lavaba las manos. Se quedó helado mientras aquel levantaba la vista, reflejando su cuadrada mandíbula en el espejo. No podía ser casualidad. ¿Y dónde estaba el equipaje que se suponía andaba buscando? Ambos se miraron fijamente a los ojos apenas un segundo, e inmediatamente aquel hombre trajeado se revolvió abalanzándose contra él. Sin saber cómo, se agachó dejándose caer hacia un lado, lo justo para que su oponente fallase el agarre y fuera a parar con su cráneo contra la taza del inodoro. No había nadie más en los lavabos. Salió apresuradamente, atusándose el pelo y recolocando sus ropas de la mejor manera posible. Comprobó que el libro seguía en su bolsillo. Ya veía los tornos de vidrio de la salida de la terminal. Pero aquel hombre del traje no podía estar solo. Seguro que lo iban a detener. Siguió sin atreverse a mirar atrás o a los lados, con el pulso desbocado. Atravesó la puerta giratoria de vidrio y salió a una luz aún más brillante, que le hizo entornar los ojos. Un poco más allá, hacia la izquierda, una pequeña mancha rosada se vislumbraba tras la ventanilla a medio bajar de un coche. Abrió la puerta y se sentó junto a la chica. “¿Estás seguro?”, preguntó ella. “Seguro”, respondió. Y se arrellanó en el asiento mientras ella aceleraba, dispuesto a afrontar algo nuevo. Lo que siempre había buscado.

 

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