REVISTA ENARTE #5, Cultura aeronáutica
El mirlo negro

El mirlo negro



Por Juan Manuel Sainz Peña

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«El genio es paciencia eterna». Miguel Ángel

¡VUELA!

 

Amboise. 5 de mayo de 1519

Al caballero don Bartolomeo Da Vinci.
Señor:

Os escribo menguadas las fuerzas, marchito el ánimo. Triste. Mi señor, vuestro hermano Leonardo, ha muerto en la madrugada del 2 de mayo, en Amboise, donde aún me encuentro.

Apenas puedo empuñar el recado de escribir. Me tiembla el pulso, y el corazón se agita en mi pecho como una brizna batida por el viento. Soy incapaz de conciliar el sueño, pues no dejo de pensar en los hachones encendidos y los crespones negros del coche fúnebre y las acémilas que tiraban de él. Veo la cara de los sesenta pordioseros que fueron elegidos para la comitiva; gente misérrima, de ojos afligidos y miradas vencidas que guardaron silencio y respeto por alguien que ni siquiera conocieron, pero del que recibieron su dádiva por el luto impostado y los rezos.

Quiero creer que no se ha marchado para siempre, que el señor solo ha ido a probar alguno de sus inventos y que volverá con sus planos bajo el brazo, los dedos manchados de tintes y su bonhomía. Que dirá algunas palabras a Tiziano, aquel mirlo con el ala herida que recogió en la calle y al que cuidó hasta el día de la muerte del maestro.

Lo único que me consuela es mi servicio durante tantos años y tantas horas como pasé junto a él rodeado de cachivaches, cartas y medidas hasta que la madrugada se echaba sobre nosotros y el sueño nos vencía.

«Ve a dormir, Francesco¹, mi fiel discípulo, por el amor de Dios. No tienes por qué estar aquí, aguantando hasta estas horas tanta teoría ni tanta idea de este loco», me decía sonriendo mientras observaba algún ángulo o una cifra en sus pliegos.

Era fascinante ver trabajar a su hermano, observar la pasión con la que hacía todo, la fe que tenía en cada una de las cosas que inventaba

Pero yo, señor, siempre me negaba. Era fascinante ver trabajar a su hermano, observar la pasión con la que hacía todo, la fe que tenía en cada una de las cosas que inventaba y de las que me hacía partícipe, contagiándome su entusiasmo de tal modo que no pocas veces me iba a la cama con sus ideas metidas en la cabeza, impidiéndome conciliar el sueño.

«Eso que proponéis, maestro, -le dije respetuosamente una vez, viendo unos planos de un artefacto alado, similar a un murciélago gigante-, no es sino una quimera. Mirad, mi señor, que no dio Dios alas a los hombres por algún motivo.... ¿Creéis que es posible esa empresa en la que andáis metido?».

Pero Leonardo apenas me prestó atención. Se atusó su larga barba, estudió una vez y otra aquel boceto, alargó uno de los brazos y lo agitó muy despacio, como un pájaro. Después miró a Tiziano, luego a mí, y dijo:

«Si no lo creyera, ni siquiera perdería tiempo, papel y tinta. Tampoco me pliego frente a las dificultades, amigo mío. Antes la rueda no existía y ahora existe. Ni la imprenta. ¿Por qué no un aparato que surque el cielo llevado por un hombre? Sois hombre cultivado, Francesco, así que debéis saber que no hay avance sin curiosidad ni éxito sin tesón. Quizá mi invento no alcance a volar nunca, por más que trabaje en él, pero si no soy yo, otro lo hará. Con más medios y más conocimientos, y sin el Santo Oficio calentándole el cogote y revisando que estas cosas no sean invenciones del Maligno. Además, ¿quién sabe?, quizá estas ideas y estos dibujos míos sirvan para algo en un futuro.

Me quedé, como tantas otras veces, absorto en el silencio de la noche. A la luz de la cera encendida miraba al maestro trabajar, sin importunarle. Mi señor permanecía reflexivo, sobre su banca, lanzando trazos, farfullando. De tanto en tanto se acercaba a la pajarera, tomaba a Tiziano con dulzura y extendía sus alas, que brillaban en manos del maestro, mientras el animal se revolvía deseando volver a su vieja jaula.

Sois hombre cultivado, Francesco, así que debéis saber que no hay avance sin curiosidad ni éxito sin tesón.

Mi señor tomaba más notas, a pesar del cansancio. Podía ver desde mi sitio cómo la claridad de las velas hendía surcos profundos en su piel avejentada y le cubrían el rostro de sombras. Sus ojos claros relucían en el estudio, que olía a pintura, a pergaminos y sudor viejo.

«¿Os imagináis, Francesco, -me dijo una noche- no ya este aparato surcando los cielos con un hombre a bordo, sino uno aún mucho mayor, del tamaño de un barco, que pueda llevar pasajeros de un lado a otro? Si lo pudiera hacer como las aves el tiempo de viaje se reduciría. No habría baches en el camino, ni caballos que cambiar en las postas. Y la velocidad. ¡Ay, si en mis manos estuviera todo eso...!», terminó diciendo con un deje de agotamiento mientras plegaba algunos de sus esquemas.

«Señor, es hermoso cuanto decís, pero tan imposible me parece como que el viejo mirlo vuelva a volar algún día».

«Eres frágil de fe», solía responderme él riendo. Después recogíamos todo, nos preparaban una taza de leche templada y se marchaba a su alcoba, el caminar tranquilo, la cabeza alzada; aquella misma en la que, a buen seguro, bullían esos inventos y el deseo de un futuro lleno de avances.

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Una de esas noches soñé con los ingenios del maestro Da Vinci. En mi ensoñación vi cientos, miles de legajos con mensajes indescifrables, con números, fórmulas matemáticas, medidas y conclusiones. Nada de aquello podía entender. También soñé con un monstruo alado; una bestia metálica enorme, con ruedas, y una puerta cerca de uno de sus flancos por la que entraban muchas personas antes de que aquel enorme artefacto aullara poco antes de despegar del suelo y se perdiera en las alturas.

Sobresaltado, desperté en mi catre, bañado de sudor, completamente incapaz de quitarme de encima la imagen irreal de aquella bestia metálica que volaba con cientos de personas en sus entrañas.

Al amanecer, mientras mi señor terminaba con el ayuno de la noche, me atreví a contarle lo sucedido. Entonces Da Vinci soltó despacio la jarra con el jugo de fruta, se frotó la yema de los dedos y me miró con interés. «¿Una bestia con alas? ¿De metal, dices?»

Yo asentí tímido, sin saber si aquello había o no importunado a mi señor. Pero Leonardo aún tardó en seguir hablando. Durante un rato estuvo mesándose la barba mientras, distraído, pellizcaba un pequeño trozo de la hogaza que tenía por delante.

«Dime, Francesco, ¿serías capaz de describirme eso que dices?», me preguntó mientras se levantaba de la silla y me tomaba del brazo camino del estudio.

«Necesito saber qué viste».

«Señor, le contesté, no ha sido más que un sueño. Una pesadilla, diría yo. Pero si de verdad queréis saber en qué consistió todo, yo os lo puedo contar», le hablé.

El maestro sacó la llave de la estancia y yo pasé para abrir las ventanas y darle de comer a Tiziano, quien saltó en la pajarera, de rama en rama, con la alegría extraña que tienen algunos pájaros que, aun sin cantar, demuestran su afecto emitiendo algún graznido o piando.

Soñé con un monstruo alado; una bestia metálica enorme, con ruedas, y una puerta cerca de uno de sus flancos por la que entraban muchas personas

Mi señor abrió la puerta de la pajarera, comprobó que el cierre estaba suelto pero no dijo nada, sabiendo que el pobre mirlo no saldría nunca de ahí, y que no había necesidad de arreglar la compuerta.

«Ay, mi pequeño amigo», le dijo cogiéndolo. Después de que yo volviera a cerrar las ventanas, alzó con las manos a Tiziano y lo lanzó hacia arriba con sumo cuidado. El pájaro aleteó con torpeza, se elevó apenas un palmo del suelo y luego dio con sus huesos en la mesa donde mi señor tenía muchos de los planos y legajos sobre los que trabajaba a diario.

Con la dulzura que siempre le vi tratar a cualquier bestia, mi amo recogió con delicadeza al mirlo, le acarició su pequeña cabeza de plumas azabache y, con mi ayuda, estuvo observado y anotando por enésima vez la disposición de las alas, la musculatura del pecho, la envergadura.

Después de eso, él mismo se encargó de poner al pájaro sobre uno de los palitroques de la jaula.

«Quizá el pobre Tiziano sepa mejor que nosotros en qué consiste la frustración de no poder volar. Qué digo, ¡él más aún!, pues un día voló y ya no podrá hacerlo, me temo».

Había en las palabras de mi señor Leonardo un tono de pesar. Dijo eso mirando al mirlo negro, pasmado, mientras el pájaro daba saltitos en su jaula de juncos, aleteando inútilmente, o picando en el suelo el poco de mijo que le acababa de echar para que comiera.

Mientras anotaba me decía que no habría posibilidad de éxito mientras no diera con algo que sustituyera la musculatura humana.

Una y otra vez dio vueltas a aquella idea, convencido como estaba de que el hombre, por muy rocoso que fuera, jamás tendría la fuerza suficiente para batir las alas como un pájaro.

Aquello sumía a mi señor Leonardo, vuestro hermano, en profundos silencios. Entonces yo mismo decidía que era mejor dejarle a solas, porque había que permitirle discurrir sin nada ni nadie que pudiera perturbar sus pensamientos.

Una y otra vez dio vueltas a aquella idea, convencido como estaba, de que el hombre jamás tendría la fuerza suficiente para batir las alas como un pájaro

Cuando regresaba siempre me lo encontraba hablando con Tiziano o asomado a alguna de las ventanas, observando el ir y venir de los cernícalos y los estorninos.

Con las manos a la espalda, abismado, seguía con la vista la trayectoria de los pájaros, los momentos en que dejaban de batir las alas y la forma de posarse sobre los aleros de la casas o los árboles.

«Está claro que las aves aprovechan la corriente de aire para volar sin tener que mover las alas durante todo el tiempo que no están posadas. Si se pudiera conseguir que alguno de mis artefactos cogiera impulso para alcanzar la altura suficiente, entonces parte del problema de la fuerza bruta estaría solucionado.

¿Sabes, mi querido Francesco? A veces miro a Tiziano y me compadezco de él. Quizá porque en él veo reflejado, más que mi afán por poder volar, la imposibilidad de mis proyectos. Pero sigo sin perder la fe en que algún día uno de mis aparatos logre por fin despegar del suelo.

¿Podré ver que alguno de mis inventos vuela antes de que mis días aquí se terminen? A veces lo dudo, flaqueo. Pero luego no me queda otra que volver a mis planos, a mis ideas y acudir a la máxima: “Impedimento non me piega”; las dificultades no me vencen.

Pero estoy cansado. El tiempo pasa y las posibilidades menguan. Las posibilidades menguan», me repitió.

Fue uno de los primeros signos de debilidad que vi en vuestro hermano Leonardo, hasta que poco tiempo después enfermó de gravedad.

Ahora solo espero que descanse en la paz de los justos. Que aquello con lo que soñó en vida le sea concedido y que la Eternidad le colme de dicha.

Acaso, desde aquel lugar donde reposa, pueda estar cerca del cielo y de aquellos pájaros a los que tanto tiempo estudió y admiró con el fin de cumplir el sueño de ver sus artefactos surcar por los aires.

Recibid de mi parte mis condolencias, para vos y el resto de hermanos de mi maestro. Afectuosamente:

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EPÍLOGO

Amboise. 2 de mayo de 1519

Reina en el aposento del maestro un silencio de capilla. Leonardo da Vinci desgrana sus últimas horas en este mundo en su lecho, con el religioso que acaba de darle la extrema unción, dos de sus colaboradores más estrechos, y su fiel discípulo, Francesco Melzi, quien, con los ojos enrojecidos, sentado a la orilla de la cama, toma la mano de su amo mientras las lágrimas le resbalan por la mejilla.

Da Vinci ha ordenado, tras dictarle testamento a un notario de Amboise, que sesenta menesterosos lo acompañen en el séquito funerario. También ha pedido que le traigan la pajarera con el mirlo. El animal, ajeno a que la muerte también extiende sus alas negras por la estancia, salta de arriba a abajo, piando.

Leonardo toma la mano de Francesco y lo mira. Después cierra los ojos y ve en la negrura de sus párpados todos aquellos anhelos, sus pinturas, sus planos, sus tratados. Siente su corazón ya agostado por el peso feroz del final. El aire se niega a entrarle en los pulmones, tiene los cabellos revueltos, y la barba sucia y enmarañada, como la mala hierba.

Las velas de la estancia oscilan con el aire del amanecer. Las ventanas abiertas tratan de mitigar el hedor que brota del lecho del moribundo. Hay aceites y perfumes, pero nada puede con la atmósfera de silencio y luto.

Al maestro llegan pesadillas y desvaríos; vesanias propias de una cabeza que ya está más cerca de la Eternidad que de la tierra de los mortales.

Ante el velo negro que es su vista, aparece un cielo tan azul como el que se deja ver desde la habitación del maestro. Un aparato enorme está posado en mitad de un campo que es incapaz de reconocer. Están allí sus padres, y sus abuelos, y todos aquellos que se fueron quedando en el camino de la vida.

No faltan tampoco todos y cada uno de los planos que dibujó, ni sus bocetos, ni sus pinturas. Se ve junto a todo ello, a los pies del artefacto volador.

Tiziano empieza a piar justo cuando el final del maestro se precipita. Leonardo apenas logra tomar aire. La negrura se convierte en tiniebla. El tiempo es un reloj que se detiene.

«Señor, es hermoso cuanto decís, pero tan imposible me parece como que el viejo mirlo vuelva a volar algún día».

Martillea aquella frase el ánimo vencido de Da Vinci. Haciendo un esfuerzo supremo, el hombre abre los ojos y logra ver cómo Tiziano se agita en su jaula. Aletea piando hasta que consigue abrir la puerta. Luego el mirlo negro logra dar un salto y posarse sobre los pies del moribundo, quien es capaz aún de bosquejar algo remotamente parecido a una sonrisa.

Alguien trata de devolver al animal a la jaula, pero el discípulo alza la mano y niega con la cabeza para que lo dejen estar. El joven siente que su maestro le aprieta la mano ligeramente en señal de agradecimiento. Después, el mirlo mira un momento a Da Vinci, pía un par de veces y moviendo las alas sale por una de las ventanas y se pierde de la vista de todos.

Solo, Francesco Melzi, con los ojos arrasados de lágrimas, escucha a su maestro decir sus últimas palabras con un hilo de voz imperceptible:

«¡Vuela, vuela…!»

 

¹ Francesco Melzi. Discípulo de Leonardo da Vinci, heredero de sus libros y sus pinceles, y depositario del testamento del maestro de Anchiano.


El mirlo negro, de Juan Manuel Sainz Peña, es el texto ganador del I Concurso de Relato Breve ‘Te lo cuento en el aire’.

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