Nacido en 1953, uno obviamente, para hablar del arte español circa 1955, y del arte de Antoni Tàpies circa 1955, tiene que hacer un ejercicio de memoria heredada. Tiene que intentar entender cómo podía orientarse, circa 1955, un artista nacido en 1923 y que había dado sus primeros pasos en el proceloso mundo del arte, circa 1940, es decir en unas circunstancias tremendas para el mundo, para España, para Cataluña, para el arte moderno...
Tàpies, en 1953, empezaba a encontrar su propio espacio. En su memoria confluían la modernidad catalana de Pablo Picasso –barcelonés- y de Joan Miró, aprendida en aquel número de vanguardia, 1934, del lujoso magazine barcelonés D’Ací i d’Allà, leído en el momento de su aparición, es decir, cuando él era un niño de 11 años. Tàpies descubrió ahí y en Minotaure, el surrealismo que impregnaría tanto el “magicismo plástico” de su obra temprana, como el de los restantes miembros de Dau al Set; un surrealismo al cual pertenecerían –o en torno al cual gravitarían- muchos de los primeros exegetas de la obra tapiesca. Pero también en su memoria estaba el conocimiento en directo de la abstracción europea y de otras de las muchas cosas que le aportó su estancia en París, en 1950-1951 gracias a una beca del Instituto Francés, tan importante siempre –y más en las circunstancias del primer franquismo- como ventana al mundo para los artistas con ambición moderna que, entre otras cosas, anhelaban conocer a Picasso, anhelo que en el caso tapiesco se cumpliría. Y confluían asimismo las lecturas románticas y simbolistas y el interés por la pintura de Caspar David Friedrich o por la música de Richard Wagner o Johannes Brahms; el temprano contagio del expresionismo abstracto norteamericano conocido en directo gracias a su primer y decisivo viaje neoyorquino, celebrado precisamente en 1953, con motivo de la inauguración de su primera individual allá, en una galería tan central y tan clave para la difusión de aquella corriente, como era la de Martha Jackson...
La enorme importancia de Tàpies radica en su capacidad para construir, con todo lo heredado y de 1953 en adelante, un espacio sólo suyo. Años de paseos por la Barcelona gótica –paralelamente fotografiada por Francesc Catalá Roca, que tantos retratos le haría-, muy cerca de la cual (en la calle de Canuda) había nacido; Barcelona gótica que de alguna manera está detrás de un cuadro de 1959 como Medieval. Visitas a Joan Miró en el Passatge del Crèdit. Interés por el universo de Antoni Gaudí, por el cual varias décadas después se interesaría también el muy tapiesco Julian Schnabel. Contemplación de graffitis parecidos a los fotografiados por Brassaï (sobre esto y sobre la Barcelona de su juventud, es indispensable la lectura de su texto más reeditado, Comunicación sobre el muro, de 1969). Conocimiento de los textos en defensa de un “art autre” del francés Michel Tapié que pronto se convertiría en uno de sus principales exegetas y que le ficharía para la Galerie Stadler de París. Meditación orientalista iniciada en la inmediata posguerra y que simbólicamente vendría a coronar el Premio Imperial japonés que le fue otorgado en 1990. Todo esto confluye en la superficie terrosa –tierra, polvo de mármol y otros materiales humildes ya presentes en algunas de sus obras anteriores a Dau al Set– de sus cuadros, en los cuales casi no “sucede” nada. Cuadros próximos al silencio. Cuadros que nos impresionan por su austeridad, por su concentración, por su despojamiento. Cuadros de apariencia mineral, en que la tierra y el graffiti callejero, adquieren cartas de nobleza. Cuadros de austera presencia cromática, grises, negros, ocres virando en ocasiones al amarillo, pardos, blancos esplendentes, aunque también nos encontremos a veces con sorprendentes excursos de colores más encendidos: azules, naranjas, rojos, violetas…
EL AÑO DEL TRIUNFO
Ya que he titulado este texto con una referencia al año 1955, decir que fue el de su triunfo en la Tercera Bienal Hispanoamericana de Barcelona –las dos anteriores se habían celebrado en Madrid y La Habana-, con sus primeros cuadros matéricos, algunos de los cuales serían expuestos aquel mismo año en París, en la colectiva inaugural de Stadler, donde en 1956 celebró una individual, con motivo de la cual se publicó una monografía de Michel Tapié que es una auténtica joya, con su retrato fotográfico por Leopoldo Pomés, y su maqueta e impresión a cargo de Ricard Giralt Miracle.
1956: el de esa impactante obra enraizada en el surrealismo, abriéndose a la vez hacia planteamientos que encontrarían pleno desarrollo durante la década siguiente. Es Puerta metálica y violín, cuyo soporte es esa vieja puerta de tienda sobre la cual, además del violín, aparece una de las características cruces tapiescas. Esta obra, que pertenece a la Fundació Tàpies, es una versión mejorada de la contribución de Tàpies a un proyecto de la agencia de publicidad Zen, de Alexandre Cirici Pellicer que, con el tiempo, sería uno de los militantes del pintor: unos escaparates modernos (“pesebres volantes”) para la sastrería Gales del Paseo de Gracia. Además de él, participaron en estos escaparates, con el correspondiente “succès de scandale”, Joan Brossa, Modest Cuixart, el fotógrafo Leopoldo Pomés y el escultor Josep Maria Subirachs.
Dentro de aquella generación europea de los cincuenta, Tàpies dialoga de tú a tú con franceses como Jean Dubuffet, Jean Fautrier, Yves Klein, el “tachiste” Georges Mathieu, Pierre Soulages o Pierre Tal-Coat; con alemanes como Hans Hartung o Emil Schumacher; con italianos como Alberto Burri, Lucio Fontana, Piero Manzoni o Emilio Vedova; con belgas como Pierre Alechinsky, pintor y grabador que es también un estupendo escritor, o el poeta-pintor Henri Michaux; con holandeses como Karel Appel o Corneille; con daneses como Asger Jorn; con austriacos como Arnulf Rainer; con polacos como Tadeusz Kantor, que antes de dedicarse al mundo del teatro empezó siendo el más talentoso pintor matérico de una generación que conocía el ejemplo español… Obviamente sólo cito a creadores más o menos de su onda, con los cuales coincidió en muestras de carácter colectivo y de tendencia, y dejo aparte a otros como el noruego Olle Baertling, el suizo Max Bill, el danés Richard Mortensen, los franceses Jean Dewasne y Aurélie Nemours, el británico Victor Pasmore, o los húngaros Nicolas Schöffer y Victor Vasarely, todos los cuales persistían en la vía de la geometría, de lo frío. Si extendemos la reflexión a la otra orilla del Atlántico, habría que citar al por aquel entonces europeo (romano, para ser más exactos) y todavía poco conocido Cy Twombly, con el cual comparte el interés por el universo del graffiti; a Robert Rauschenberg, amigo del anterior; a Robert Motherwell, que como el catalán fue pintor de extraordinaria cultura; y sobre todo a Mark Rothko, con cuyas obras admiten la comparación con las del Tàpies más despojado, como admiten las de ambos, la comparación con un cuadro tan excepcional, y tan admirado por el catalán y por otros artistas de su generación española, como es el Perro ahogándose de Goya.
“Tàpies es un pintor monótono, que no se repite nunca”, dejó escrito la checa Vera Linhartová, en un libro aquí editado por el recordado Gustavo Gili Torra. La frase, perfecta, podría aplicarse al propio Rothko, a compositores como el muy rothkiano y pre-minimalista (pero sin la frialdad del minimalismo) Morton Feldman o como Érik Satie, también a Piet Mondrian, a Paul Klee que fue uno de los “faros” de los de Dau al Set, a Giorgio Morandi...

Antoni Tàpies.
CONEXIÓN AMPLIA CON LA CULTURA
Tàpies, que tanto amaba las caligrafías, las tipografías, las letras, los libros, las librerías, las bibliotecas, y el universo de la poesía, fue próximo siempre a los poetas y escritores, y entre ellos a Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, John Ashbery, Carlos Barral, Blai Bonet, Yves Bonnefoy, André du Bouchet, Joseph Brodsky, Joan Brossa, Michel Butor, Joâo Cabral de Melo, Camilo José Cela –que en 1960 le dedicó un número monográfico de su revista Papeles de Son Armadans-, Juan-Eduardo Cirlot, un Julio Cortázar que como autor de Rayuela no podía ser insensible a sus graffitis sobre los cuales escribió en 1978 para un catálogo de Maeght- Barcelona, Jean Daive, Jacques Dupin, J.V. Foix, Jean Frémon, André Frénaud, Antonio Gamoneda, Pere Gimferrer, Jorge Guillén, Edmond Jabès, Édouard Jaguer, Vera Linhartová –de la cual acabo de citar una frase memorable-, un Marià Manent que en una hermosa página de su hermoso “dietario disperso” L’aroma d’arç (1982) da cuenta de una visita al pintor en su masía de Campins (en el corazón del Montseny), Frank O’Hara, Eugenio d’Ors, Josep Palau i Fabre, Octavio Paz, Roland Penrose, Joan Perucho, Marcelin Pleynet, Herbert Read, Julián Ríos, Andrés Sánchez Robayna, José Saramago, Severo Sarduy, Jorge Semprún, Joan Teixidor, José- Miguel Ullán, José Ángel Valente, José María Valverde, Luis Felipe Vivanco o María Zambrano, la mayoría de los cuales escribió sobre él –no hay que olvidar que muchos grandes escritores han sido, a lo largo del siglo XX, grandes críticos de arte-, a la mayoría de los cuales trató, y a varios de los cuales ilustró.
Durante los años de Dau al Set y los inmediatamente posteriores, osciló entre dos de ellos, ambos barceloneses como él, y ambos surrealistas, cada cual a su manera, el catalanoparlante Joan Brossa, y el castellanoparlante Juan-Eduardo Cirlot. El segundo, doblado de crítico de arte –sin duda el mejor de su tiempo-, y autor del prólogo del catálogo de la primera individual (Galerías Layetanas, Barcelona, 1950) del pintor, se convertiría en uno de los grandes intérpretes de su obra, a la cual dedicaría tres monografías, e innumerables artículos, analizándola además en sus libros y ensayos sobre el informalismo. Dotado de una especialísima capacidad para convertir la creación ajena en palabra transida de poesía, Cirlot, también gran intérprete de la obra de Rothko, propone una muy convincente lectura de la “fúnebre calma” de la pintura de su amigo. Terminaría enfriándose la relación, entre otras cosas debido a los posicionamientos políticos antagónicos de ambos. En cuanto a Brossa, le dedicó a Tàpies un temprano (1950 también) Oracle, varias veces reeditado. Tras compartir la amistad poética y política del brasileño Cabral de Melo, profesor de marxismo de ambos, Tàpies y Brossa hicieron juntos varios portentosos libros de bibliofilia, entre los cuales siento especial predilección por dos, ambos editados por la Sala Gaspar. El primero es la “ópera plástica” Novel.la (1965), con su encuadernación deliberadamente pobre, atada con una cuerda, y su reconstrucción en plan collage a base de distintos documentos administrativos, de la novela sobre la vida de un hombre común. Y el segundo es Frègoli (1969), donde el poeta da rienda suelta a su fascinación por el mundo de la magia. A la postre las cosas, al menos desde el punto de vista de Brossa, que es quien a su modo abrupto y esquinadamente irónico me informó un buen día de ello, tampoco terminarían bien, aunque en este caso nunca he acabado de entender cuáles fueron las razones del desencuentro.

'Capitinat', obra de la Fundació Antoni Tàpies.
RELEVANCIA INTERNACIONAL
Aunque lo acompañaron otros creadores de la talla de Rafael Canogar, Eduardo Chillida, Martín Chirino, Modest Cuixart, Luis Feito, Lucio Muñoz, Manolo Millares, Manuel H. Mompó, Jorge Oteiza, Pablo Palazuelo, Manuel Rivera, Antonio Saura, Eusebio Sempere o Moisés Villèlia, por sólo citar a unos pocos- Tàpies vino a simbolizar por sí solo, circa 1955 y más allá, y con más propiedad que ninguno de los demás, un nuevo e importantísimo momento del arte español. Momento que pronto fue conocido internacionalmente, gracias a Luis González Robles y a los envíos oficiales a las bienales –en la de Venecia de 1958 obtuvo dos premios, el de una fundación norteamericana, y el de la UNESCO, a los cuales aquel mismo año vendría a sumarse el Carnegie de Pittsburgh-. A ello hay que añadir ciertas colectivas españolas generacionales, entre las que sobresalen las que tuvieron lugar en 1960 en dos museos neoyorquinos que se encuentran a corta distancia el uno del otro, el MoMA, y el entonces flamante Guggenheim. Destaca sobre todo la muestra del MoMA, comisariada por ese gran poeta y “curator” que fue el hoy mítico Frank O’Hara, el alma de la New York School of Poets. Hay que recordar también preciosas fotografías de Tàpies y Saura juntos en Nueva York, tomadas por el fotógrafo y pintor cubano Jesse Fernández, que también hizo alguna del catalán en solitario, en el caracol del Guggenheim.
Desde entonces Tàpies no dejaría de estar presente en la escena norteamericana. Momento de auge que aquí en España reflejaron más tímidamente las salas del Museo de Arte Moderno (más tarde MEAC, hoy Reina Sofía: tres espacios distintos para una pinacoteca en la cual el catalán está hoy especialmente bien representado), las del Ateneo de Madrid, las de galerías privadas pioneras como la barcelonesa Sala Gaspar (que era la de Picasso) o la madrileña Juana Mordó. Momento que visualizaría muy bien, de 1966 en adelante, el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, la genial creación de Fernando Zóbel, otro de los pintores importantes de la generación.
Uno de mis cuadros tapiescos favoritos está precisamente en la pinacoteca conquense. Me refiero a Grande équerre (1962), titulado así, en francés, porque Maeght era entonces la galería que representaba al pintor. Y todavía hoy se sigue ocupando de su obra, ya que aunque se haya metamorfoseado en Lelong, sus locales de la Avenue de Messine siguen siendo, para nosotros los veteranos, sencillamente eso, la vieja Maeght. Cuadro que es una de las joyas de esa pinacoteca castellano-manchega tan bien escogida y tan bien dispuesta, y que para la educación estética –iba a escribir: sentimental- de la generación a la cual pertenezco, está claro que tuvo mucha más importancia que el MEAC. Cuadro despojado, silencioso, que siempre que vuelvo a contemplarlo, me asombra por cómo en él opera el “less is more” miesiano. Cuadro que me conduce, mentalmente, a un espacio mencionado por Tàpies en Comunicación sobre el muro, y que he visitado en compañía de dos amigos poetas: el jardín zen del Ryoan-Ji de Kyoto, un lugar común (y no lo digo en el mal sentido) para la generación de este artista para el cual tan importante fue, desde muy temprano, la luz venida de Oriente.
1962 es también el año del primer encargo monumental recibido por Tàpies, un inmenso mural en la biblioteca de la Handelshochschule (Escuela de Altos Estudios Mercantiles) de St. Gallen, ciudad suiza donde por aquellos años se ocupó muy activamente de su obra Erker, excepcional galería y editorial de libros de bibliofilia, que también hizo mucho por los citados Max Bill, Chillida, Hartung, Jorn o Motherwell, así como por Hans Arp, Willi Baumeister, Camille Bryen, Alberto Magnelli, Serge Poliakoff, el también catalán –y cirlotiano- August Puig, Giuseppe Santomaso, Mark Tobey, Günther Uecker y un largo etcétera…
Tàpies, que estaba muy presente en la escena suiza –ya en 1962 había expuesto en la Kunsthaus de Zürich, uno de los grandes museos europeos de arte moderno-, realizó en 1968 tres atípicas vidrieras para la sacristía del convento capuchino de Sion, obra del arquitecto y diseñador veneciano Mirco Ravanne, discípulo de Alberto Sartoris. Se trataba de vidrieras con grandes telas plegadas sobre las cuales caligrafió vagos signos, y que muy oriental y poéticamente tituló Ventalls, es decir, Abanicos. Y en 1970, de nuevo en St. Gallen –en cuyo Kunstmuseum había celebrado el año anterior una retrospectiva-, hizo un gran mural de absoluta pobreza y esencialidad, para el vestíbulo de su Stadttheater (Teatro Municipal), obra de Claude Paillard. Es el Tàpies suizo que conocemos por fotografías, pues tanto St. Gallen como Sion son lugares apartados.

'Concert', obra de la Fundació Antoni Tàpies
FIGURACIÓN REBELDE
El Tàpies más figurativo, más ensamblador, más instalador y más rebelde, que surge en los años sesenta y setenta, tuve ocasión de descubrirlo en profundidad gracias a sus retrospectivas del Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris (1973) y del MEAC madrileño (1980, un año emblemático para mi propia generación), mientras para la década siguiente la exposición de referencia fue la del barcelonés Saló del Tinell (1988), comisariada por Victoria Combalía.
Un Tàpies que se fija en el sexo, en la axila, en el rostro y los ojos, en los pies, en la bañera –ver un cuadro blanco de 1975 propiedad de AENA-, en la cama, en la mesa, en el armario, en la puerta, en la austera silla –bien lejos del buen sillón matissiano-, en el sofá, en el bastón, en la escalera de mano, todo un teatro objetual, una escenografía, por algún lado, kantoriana... Un Tàpies radical e instalador a propósito del cual polemizamos audazmente, en 1971 –teníamos dieciocho y diecisete años-, Quico Rivas y yo, en las páginas de Destino, con nuestra luego amiga Maria Lluïsa Borràs. A nuestro juicio en un artículo ahí publicado, y titulado Tàpies o una nueva cultura, lo había arrimado demasiado al “arte povera”, haciéndolo precursor de demasiadas cosas.
Un Tàpies politizado al igual que otros de los grandes artistas de su generación, partícipe en numerosos actos antifranquistas y catalanistas (empezando, en 1964, por la itinerante italiana España libre, y continuando, en 1966, con la Capuchinada de Sarrià, que le valió el pasar una noche en los calabozos), militante del PSUC –el partido de los comunistas catalanes-, muy crítico con la política cultural del tardofranquismo –en concreto recuerdo un artículo contra González Robles-, y presentísimo, activísimo en la vida cívica catalana de los primeros e ilusionados años de la Transición. Presencia de todo esto, el anhelo de libertad, la cuatribarrada, la ejecución del anarquista Salvador Puig Antich, la amnistía, la sardana, L’esperit català con el que titulará un cuadro de 1971, y a partir de él titulará Gimferrer su monografía tapiesca de 1974, editada por La Polígrafa, tan activa en la difusión de la obra del pintor. Todo ello está presente en su propia obra que “baja a la calle”.
Hablando de polémicas, hay que hacer referencia a la que de 1973 en adelante Tàpies sostuvo en defensa de la pintura y su esencialidad y soberanía frente a la tiranía de los nuevos medios y a la instauración de un nuevo realismo social, con los conceptuales barceloneses más politizados, los del Grup de Treball, próximos al PSUC. Polémica curiosa, sobre todo, teniendo en cuenta la proximidad ideológica entonces existente entre él, y aquellos conceptuales.
COMPLICIDAD POSTGENERACIONAL
Especial cercanía, de 1975 en adelante, de Tàpies a los redactores de la revista pictoricista barcelonesa Trama, y especialmente a José Manuel Broto. En 1984, tras recibir el premio Rembrandt –ya poseía el Rubens, y más tarde vendría el Velázquez, el equivalente del Cervantes en el terreno de las artes plásticas-, el “senior” le otorgaría al pintor zaragozano la beca que según las bases del mismo, le correspondía otorgar. Cercanía a Tàpies, más mental que personal, de otros pintores de las últimas generaciones españolas, entre los que figura Miquel Barceló quien en un pequeño dibujo que armó cierto revuelo en el mundillo, trazó el eje Picasso-Miró-Tàpies- Barceló. También Ferran García Sevilla, José María Sicilia –otro pintor muy Ryoan-Ji- o Juan Uslé, con todos los cuales, al igual que con Broto, ha coincidido en diversos espacios expositivos, como la madrileña Galería Soledad Lorenzo. Estrecha complicidad, también, entre Tàpies y Antoni Llena, otro de la “Capuchinada” –ahí se conocieron-, y pionero secreto del conceptualismo con sus “obres febles” de finales de los años sesenta –recuerdo una de ellas, una bolsa de plástico conteniendo agua, girando frágil en el aire, en el salón del “senior”, frente al patio interior con plantas-, glosadas por Cirici Pellicer, como tantas otras propuestas de la generación entonces emergente, en su sección de Serra d’Or.
Desde 1990 existe en Barcelona, en un amplio edificio modernista del Ensanche, obra de Lluís Domènech i Montaner y que originalmente fue sede de la Editorial Montaner y Simón, una Fundació Tàpies que además de velar por la conservación del legado del pintor, es un muy activo centro de arte contemporáneo, paradójicamente muy pendiente de lo conceptual. En este espacio, sólo algunas de las exposiciones –pienso en las dedicadas a Francis Picabia, Brassaï, Asger Jorn, Franz Kline, Motherwell, Louise Bourgeois o el “povera” Jannis Kounellis, y lo cierto es que en muy pocas más- han tenido que ver con el propio recorrido intelectual del pintor, que para la azotea concibió la escultura Núvol i cadira.
También de 1990 es otra de sus obras monumentales barcelonesas, el políptico de inspiración medieval Les quatre cròniques, instalado en el Saló Daurat –donde se reúne el consejo del gobierno catalán- del Palau de la Generalitat, venerable edificio donde cabe admirar también los murales “noucentistes”, en su día polémicos, de Joaquín Torres-García. Y de 1996, otra realización pública que no conozco más que por fotografías: su Sala de Reflexión –y de silencio- en la Universitat Pompeu Fabra, de Barcelona, en colaboración con los arquitectos Enric Garcés y Enric Sòria.
Un ciclo muy hermoso, y por algún lado muy extremo-oriental, fue el de la Celebració de la mel, que se pudo contemplar en 1991 en el CAAM de Las Palmas de Gran Canaria, en el Pabellón Mudéjar de Sevilla, en el Kunstmuseum de St. Gallen –nuevamente-, en la Sala Rekalde de Bilbao, y en la propia Fundació Tàpies, organizadora de aquella itinerancia. Ciclo con el cual el pintor, a sus casi setenta años, y manejando maderas, barnices, y una nueva transparencia, demostraba una sorprendente capacidad para renovarse, para sin dejar de ser él mismo, abordar las cosas con una libertad nueva, cercana a la de los monjes-pintores zen.
En este sentido, me acuerdo de sus tierras chamotas con el ceramista alemán Hans Spinner, afincado en la localidad provenzal de Grasse y que también colaboró con Chillida, Pierre Alechinsky o Anthony Caro. Rememoro asimismo mi entusiasmo ante sus monumentales, impresionantes libros en bronce, enseñados en 1987 en la Galería Carles Taché de Barcelona, junto a otras de sus esculturas en el mismo material. Libros dignos de figurar en la biblioteca del Trinity College dublinés, tan borgiana. Libros que me llevan a recordar mi segunda y última visita, en 1990 –la primera había sido dieciocho años antes de la mano de Brossa y tras la aludida polémica con Maria Lluïsa Borràs-, a su recoleta vivienda-estudio de la calle de Zaragoza, un modesto y bellísimo proyecto de Juan Antonio Coderch, construido durante los años 1960-1963.
LIBROS Y LEGADOS
En esa visita de 1990, mi objetivo era sobre todo conocer (de cara a un reportaje en la desaparecida revista madrileña El Europeo) la legendaria biblioteca de un pintor que por tradición familiar –era nieto y bisnieto de libreros- siempre tuvo cerca el universo del papel impreso, y que en 1974 haría el cartel de la tradicional feria barcelonesa del libro antiguo y de ocasión del Paseo de Gracia. Biblioteca que no me defraudó en absoluto, todo lo contrario: tuve ocasión de comprobar que coexistían en ella un raro cancionero español impreso en Amberes –“para que luego digan que no me interesa la cultura española...”-, el tratado de Sir Isaac Newton, el Poe de Stéphane Mallarmé (Le Corbeau) ilustrado por Édouard Manet, títulos del futurista catalán Joan Salvat-Papasseit, primeras ediciones de dadaístas y surrealistas, no pocas de ellas compradas en París, en la Librairie Bernard Lolliée de la rue de Seine… Biblioteca muy presente, al igual que la estupenda colección de obras ajenas reunida por el pintor –qué genial aquel abanico de Picabia-, en el hermoso volumen El arte y sus lugares, editado en el Madrid de 1999 por Siruela, y concebido por el artista, como una suerte de gabinete de curiosidades o de malrauxiano museo imaginario.
El pasado 26 de abril, he asistido a la inauguración de la gran exposición Dual-es: Tàpies frente a Tàpies, en el Centro de Arte Tomás y Valiente de la localidad madrileña de Fuenlabrada, un contenedor que no conocía y cuya arquitectura me ha impresionado muy positivamente, por lo bien que se ven en ella las obras de arte. La muestra, comisariada por Alicia Ventura, viene del MACA de Alicante, otro gran espacio, puesto en marcha el año pasado, y en cuyo origen está la colección donada a la ciudad por Sempere. Exposición centrada en obras de los años sesenta en adelante, algunas de las cuales nos impresionan por su despojamiento, por momentos casi rothkiano, como esa obra maestra, propiedad que fuera de la CAM, Blanco con cuatro signos negros (1965).