
Ya puedes leer el relato finalista del I Concurso de Relato Breve ‘Te lo cuento en el aire’: Más joven que ninguno de Jorge Sobrino Oter. Una conmovedora historia llena de ternura que transcurre en mitad de la noche en el interior de un aeropuerto. En el próximo número de ENARTE publicaremos el texto ganador del concurso, El mirlo negro de Juan Manuel Sainz Peña.
Más joven que ninguno, de Jorge Sobrino Oter
Llegó arrastrando la maleta hasta la puerta número tres. Sacó del bolsillo de su jersey de lana la tarjeta de embarque. Era allí. Como por instinto, respiró de alivio. Los viajes siempre le generaban algo de nerviosismo.
El modesto aeropuerto estaba prácticamente vacío. Era una noche invernal, fría pero despejada. Afuera, al otro lado de la cristalera de la diminuta terminal, el oscuro de la pista de rodaje contrastaba con los destellos luminosos del cielo nocturno, que celebrara un curioso festival de estrellas fugaces. Apenas había una aeronave estacionada. Dentro, todo estaba en calma. No se intuía a nadie salvo a una mujer sentada en la primera fila de bancos, mirando a la cristalera. A Manuel siempre le habían gustado las noches en vela en el aeropuerto. Disfrutaba vagando por las terminales, taciturno, acompañado por su maleta, con un buen libro en la mano. Le gustaba estudiar al variopinto elenco de personajes que habitan las salas de espera. Tenía como pasatiempo preguntarse sobre sus procedencias y destinos. Ahora tenía 75 años y había bajado el ritmo de coger aviones, porque era algo menos divertido hacerlo solo. Pero nunca era tarde para emprender un nuevo destino.
No podía evitar sentirse un poco desorientado. Miró su reloj, hecho de serraje y madera. La esfera estaba tallada con la inscripción ‘más joven que ninguno’. A esas horas ya no estaría abierta la cafetería para poder tomarse un cortado, pero no pasaba nada. Se sentaría tranquilamente a disfrutar uno de los pocos libros que le quedaban por leer de Stephen Hawking. No era difícil encontrar un lugar para la espera en aquel sitio y, además, había en el ambiente una placentera sensación de calor, un aroma de hogar de acogida.
El hombre decidió irse a la primera fila de asientos, la más pegada a la cristalera. Así vería mejor la lluvia de estrellas y quizás también contemplaría algún avión aterrizar o despegar. Reparó en la mujer. Con un poco de suerte, su conversación sería agradable y tendría tantas ganas como él de pasar la noche en vela. Se acercó, con su característico paso lento, arrastrando ligeramente los pies. Y entonces distinguió una melena castaña que le traía viejos recuerdos. Una nariz respingona felizmente familiar. ¿Podía ser? Se puso a su altura, en un extremo de la fila de asientos, y lo confirmó.

¡Era ella! Incluso desde la distancia era imposible confundirla. Se llamaba África y había sido el primer gran amor de su vida. Siempre le habían vuelto loco esos ojos marrones gigantes y su sonrisa grande e impecable. El paso de los años le había tratado mejor a ella y él se veía demasiado viejo en comparación. Eso le agitó bastante. Se miró de arriba a abajo antes de ir a saludarla. Se quitó las gafas de lejos y se las guardó en el bolsillo de su jersey.
No le había dado tiempo a avanzar cuando ella levantó la vista y reparó en Manuel. Cerró el libro que estaba leyendo de golpe, Brevísima historia del tiempo. Esbozó una sonrisa de oreja a oreja y se levantó para abrazarle. Al hombre se le cayó la maleta en el camino al abrazo y a ella el bolso. No había sido un reencuentro de película, pero ninguno esperaba eso.
—Qué casualidad tan enorme —se fundieron en un abrazo—. Te veo como siempre.
África aceptó el halago y estiró el abrazo más de lo que Manuel se esperaba. Se sintió un poco abrumado por su efusividad, pero no pudo más que corresponder a tamaña muestra de afecto apretando con más fuerza.
—¿Pero qué es de tu vida? —preguntó Manuel, ligeramente emocionado.
—No he parado quieta, como te puedes imaginar. —le respondió la mujer. Se separaron, se miraron a los ojos, se sonrieron, y volvieron a apretarse durante unos segundos más.
Se sentaron, sin quitarse los ojos de encima. A Manuel el corazón le palpitaba a mil. Se le había atado un nudo en la garganta. Sentía un cosquilleo por todo el cuerpo. Era como estar delante de una fuente de felicidad inagotable. Tenía la sensación de estar con otra parte de él mismo. Volvía a los 15 años. Incluso frenó su extraña manía de sonarse al sentarse en una sala de espera: cosas de la edad.
África era hija única de José el muletero y de Carmen. Su madre falleció a los pocos días de dar a luz, por eso quizás tuvo que madurar antes de lo que le tocaba. Desde los 10 años ella misma acudía a echarle una mano a su padre los fines de semana en la panadería de su pueblo manchego. El muletero y ella se turnaban para comprar cada semana lo básico: hortalizas, vino, carne del matadero y toda clase de encurtidos, especialmente pepinillos en vinagre. Con las propinas de la panadería, África construía poco a poco su sueño. Quería ser una mujer tripulante y cruzar el océano en avión. Seguir los pasos de una de sus tías maternas y formar parte de ese primer grupo de mujeres de leyenda que en 1946 habían viajado a Buenos Aires como tripulantes de un vuelo transatlántico. Nunca había visto ningún avión de cerca. Quizás por eso mismo la idea de ir a la ciudad y ser parte de la vanguardia tecnológica, surcar el cielo en esa especie de caja de metal con alas y conocer el mundo, multiplicaba su rebeldía por salir del pueblo, por dejar de ser una más entre el montón de chica de su edad.
Manuel, por su parte, era uno de los clientes habituales en la panadería. Durante todos los fines de semana desde los 10 hasta los 17 años, acudía a medio día a pedir dos barras bien tostadas. Siempre esperaba ver a África, normalmente oculta tras las masas, la harina, el horno o los moldes. En los primeros años se buscaban con la mirada planeando la pillería de esa tarde a las cinco, cuando quedaban para jugar tras los quehaceres. Conforme pasaba el tiempo, las sonrisas cómplices tras los utensilios de horno se fueron convirtiendo en algo más. Hasta que en 1958 África partió a Madrid a cumplir su sueño.
Se le había atado un nudo en la garganta. Sentía un cosquilleo por todo el cuerpo. Era como estar delante de una fuente de felicidad inagotable
—Tengo algo para ti. —Manuel sintió que había triunfado antes incluso de abrir la maleta. Del bolsillo pequeño sacó una bolsa de supermercado pequeña, que envolvía un frasco de conservas.
—No me lo puedo creer. ¡Pepinillos! Parece que ya no tienes el morro tan fino como antes.
—Lo que nunca me gustó de los pepinillos es su olor, pero la gente cambia —replicó Manuel, dando unos golpecitos secos a la parte inferior del tarro con la palma de la mano.
Tras un par de intentos, consiguió abrir el frasco y cada uno cogió el primer pepinillo.
—Así que vuelves a casa —dejó caer África señalando con la mirada el destino del vuelo en el monitor de la puerta de embarque.
—Creo que sí, por una temporada —Manuel pronunció todas las sílabas con mimo y cuidado mientras comía, poniéndose la mano delante de la boca, en una especie de arranque de pudor adolescente.
—Tienes mucho que contarme, ¿cómo va todo? —preguntó África.
—Todo muy bien. Tengo dos nietos que me traen un poco de cabeza, pero son buenos chicos. El mayor quiere ser piloto de avionetas. Solo de avionetas. Dice que los aviones más grandes la dan miedo. Ahora tiene un juego de ordenador que consiste en pilotar casi como en la realidad, y lo hace de maravilla. Controla todo, hasta se hace sus propios planes de vuelo. La pequeña dice que quiere ser abogada. Y le pega bastante, porque lleva a raya al hermano.
—Mateo y Silvia. Qué trastos. Han salido al abuelo —contestó África.
—A veces mi hija tiene que meterlos un poco en vereda... el otro día la pequeña me contestó de malas maneras que si estaba sordo, que me hablaba y no le hacía caso. ¡Será posible! La escuchaba perfectamente.

África se mantuvo en silencio y se limitó a sonreír a Manuel. El hombre, por su parte, cogía el segundo pepinillo y sentía que tenía un carrete lleno de historias para contarle. De golpe le vinieron a la cabeza cientos de anécdotas graciosas, miles de momentos de su vida que merecían ser escuchados por ella. Pero por otra parte se moría de ganas de saber de su primer amor.
—¿Qué ha sido de ti?
—Bueno, se puede decir que ahora vivo muy tranquila. Lo que más he hecho en la vida ha sido viajar. Por trabajo y por placer, claro. He estado en unos cuarenta países distintos, aunque solo he viajado a 10 dentro de mi trabajo. Al resto he ido en mi tiempo libre. Me he pasado toda la vida ahorrando con mi marido para irnos por ahí en los veranos. Primero por España y Europa. Luego cruzamos a América. Y en los últimos viajes incluso nos atrevimos a ir de Safari a África y a visitar Laponia, donde vive Santa Claus. Esto último ya fue con mis nietos.
—Mateo y Silvia —interrumpió Manuel.
—Mateo y Silvia —repitió ella con un gesto afirmativo—. Resulta que he tenido el marido más aventurero del mundo.
>>En invierno de 1965, casi siete años después de que me viniera a estudiar enfermería y a empezar a trabajar en las aerolíneas, se plantó en Atocha para vivir conmigo. Le planté un beso que lo tiré al suelo. Le torcí el tobillo y al día siguiente empezaba a trabajar en la obra.
Una azafata sorprendió a la pareja de ancianos al llegar al mostrador de la puerta número tres. Les dirigió una mirada cordial y se sentó en el ordenador, seguramente para iniciar el procedimiento del embarque.
Manuel escuchaba conmovido la historia de África y sentía la emoción con la que regaba sus palabras.
—Yo también tengo algo para ti —continuó ella. De entre las páginas del libro entrecerrado, sacó un pequeño sobre blanco, con los bordes rojos y azules a rayas, con el nombre del destinatario y el remitente escritos a mano. —¿Te acuerdas de la primera carta? Es esta. La sigo guardando.
Manuel cogió con mimo la carta y la repasó con la yema de los dedos. Tenía una letra tersa y elegante. En ese momento fue capaz de completar todas las piezas del rompecabezas.
—Fueron seis años y ciento cuarenta y nueve días. —dibujó una sonrisa —Las cartas eran como diarios de viaje, salía del pueblo sin necesidad de moverme de la cama. Siempre me hablabas de cómo eran las ciudades. París era la que más te llamó la atención. Me acuerdo de que siempre me contabas algunas de tus anécdotas de los vuelos. ¡Y ni un te quiero!
—Los te quiero no eran lo nuestro.
—No, no lo eran.
Rieron.
—Aún me duele el tobillo de tu abrazo en Atocha.
Estaban los dos solos. Hacía frío, pero tenían delante una majestuosa noche. El festival de estrellas fugaces estaba en pleno auge
La voz aterciopelada de la azafata del mostrador, con un cálido acento sureño, sobresaltó a la pareja para informarles de que el embarque ya estaba abierto. Manuel y África se pusieron de pie y revisaron que no se dejaban nada atrás.
—¿Sabes que este va a ser nuestro viaje número cincuenta? —preguntó África, deseando saber la respuesta de Manuel—. Lo habíamos dejado pendiente.
Salieron a la pista para dirigirse al avión. Estaban los dos solos. Hacía frío, pero tenían delante una majestuosa noche. El festival de estrellas fugaces estaba en pleno auge. Como en cualquier lluvia de estrellas, todas desaparecían en la misma región del cielo, en el horizonte de la pista de despegue. Manuel tiritaba ligeramente y notó cómo África le pasaba por encima su abrigo negro de tres cuartos. La azafata de la puerta de embarque apareció por detrás y les apremió a que accedieran al avión, estacionado unos veinte metros más adelante. Manuel reconoció ente la penumbra un modelo de aeronave algo antigua. Se trataba de un reluciente Douglas DC-8, con sus gigantes cuatro motores y su metalizado reluciente. Era como el primero en el que se había montado, allá por 1968. Al aproximarse lo suficiente, antes de subir las escaleras que daban acceso a la cabina, pudo ver en el frontal izquierdo de la aeronave que estaba bautizada como ‘El Greco’. Parecía estar todo apagado y tampoco había pilotos ni técnicos de pista. Al pie de las escaleras, volvió la dichosa confusión que a veces azotaba la memoria de Manuel.
— ¿A dónde vamos? —le preguntó a su acompañante.
Ella le sonrió. Como tantas y tantas veces había hecho a lo largo de su vida, le dijo con la mirada que no pasaba nada, que todo iba a ir bien.
—Lo importante es que vamos a estar juntos, mi vida.
Subieron las escaleras que daban acceso a la puerta del avión. Del interior de la cabina sí que salía una luz blanca potentísima, que se hacía más fuerte a cada escalón que subían. Manuel ya sabía que ese viaje era especial. Notaba bien fuertes sus dedos entrelazados con los de quien había sido su novia, su esposa, la mujer de su vida. No necesitaba nada más. De hecho, era lo único que llegó a sentir cuando el destello del interior de la cabina terminó por nublar su vista, oído, y por último, su tacto.

Muy poco a poco fue capaz de entreabrir los ojos. Le pesaban un mundo. No podía ver gran cosa, salvo un borroso foco de luz en el techo. Ya no apretaba la mano de África. Apenas oía nada, pero sentía una gratificante sensación de paz. Como por instinto, el anciano giró la cabeza a su derecha para intentar orientarse. Ahí observó la mesita de noche del hospital, desordenada, con tres maquetas de avión en miniatura encima. Una de ellas con una visible mancha de chocolate. Eran de Mateo. Su nieto de 10 años. Tenía que contarle muchas cosas. También vio su reloj de serraje y madera. Marcaba las 22.53 del 10 de julio de 2018. “Más joven que ninguno”. Se acordó de cuando África se lo había regalado por su 60 cumpleaños. Le explicó que en un avión, debido a su velocidad, el tiempo pasa ligeramente más lento que en la superficie de la Tierra. Y ellos, durante sus 42 años de casados, habían hecho cientos de miles de kilómetros juntos a 10.000 metros de altura. De los interminables inviernos en el pueblo comprendieron que lo más parecido a la libertad debía ser coleccionar anécdotas en cada rincón del mundo. Y así lo habían hecho. Manuel quiso pensar que quizás por esas milmillonésimas de segundo extra, ahora tenía un poco más de tiempo de vida. Ahora sabía, también, que ella le aguardaba en algún punto de ese tan surcado firmamento.
Aquel fue el último recuerdo en permanecer en su frágil memoria, antes de que se volviera a desvanecer en cuestión de segundos. Se lo guardó para sí como un tesoro que nadie iba a descubrir nunca. Después sintió al otro lado de la cama un beso lleno de dulzura y una mano infantil zarandearle ligeramente el hombro.
—Abuelo, ¿sabes quién soy?